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El futuro de Cataluña

Pasqual Maragall, el alpinista tenaz

Siempre se acaban recordando las sopas que uno ha tomado de pequeño, decía Pla. Pasqual Maragall fue boy-scout, como solía ocurrir entre los niños de posguerra nacidos en el seno de familias catalanistas ilustradas. El nacionalismo ha sido siempre una cuestión de cimas: también Pujol decidió dedicarse a Cataluña en una mitificada ascensión al Tagamanent, en el macizo del Montseny, cuando tenía nueve años. Desde aquella cumbre divisó un país que quería cambiar, y permaneció arriba durante 23 años.

Maragall es otra clase de excursionista. Para él la cima es una frontera moral, una ilusión, un objetivo desde el que se divisan nuevas cimas para futuras expediciones, nunca un lugar donde permanecer demasiado tiempo, bien por el riesgo de tempestades bien porque se aburre mortalmente. Lo suyo es rematadamente machadiano: hace camino al andar, detesta estarse quieto. Ocurre, sin embargo que sus descensos suelen ser bastante más accidentados e imprevisibles que sus gloriosas ascensiones.

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Así, fue un alcalde de Barcelona de contagioso optimismo olímpico, un primero de cordada entusiasta y brillante. En las elecciones municipales de 1987, ya conseguida la candidatura olímpica, dijo algo que le retrataba con precisión: "Hemos enseñado a la gente a soñar". El camino hasta esos 15 días que revolucionaron la capital catalana y la colocaron en un mapa del mundo en que todavía brilla fue apasionante, una experiencia que ha marcado de forma indeleble la vida de muchos ciudadanos de este país. Pero una vez clavada la bandera en la cima del cosmopolitismo, la modernidad y la exaltación colectiva, vino un descenso acaso demasiado largo que acabó de la forma más imprevista en 1997, a medio mandato municipal: con él y su mujer cargando el coche familiar rumbo a Roma, para retomar los estudios de economía urbana en los que se había doctorado años antes y que le habían llevado hasta Baltimore como profesor invitado de la Universidad John Hopkins.

Inhóspita oposición

Hace ocho años exactos Pasqual Maragall anunció que se presentaba a la presidencia de la Generalitat, pero el primer intento de atacar esa cima no resultó y tuvo que descender al inhóspito campamento base de la oposición. No resultó. Acostumbrado a coronar siempre con éxito sus arriesgadas expediciones, el fracaso le heló los pies, poco acostumbrados al frío, y se pasó demasiado rato diciendo que él había tenido más votos -aunque menos escaños- que CiU, como si los demás tuvieran la culpa de una aritmética parlamentaria determinada por una criticada ley electoral, por cierto nunca modificada en su trienio como presidente de la Generalitat.

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Ayer, leyó el comunicado en el que anunciaba que no optaría a una nueva reelección como el alpinista que, de regreso a casa, repasa los ochomiles coronados. Dijo que a la vuelta de Roma se había propuesto cuatro ascensiones por aristas y glaciares nada hollados en la política catalana democrática. A saber: desbancar la hegemonía convergente, crear un nuevo proyecto catalanista de izquierdas, insertarlo en el contexto de una España plural y conseguir que el PSC fuera el primer partido en Cataluña. Alcanzadas esas metas, vino a decir, llegaba el tiempo de retirarse del deporte de élite.

Pero no hay que fiarse. Este hombre poco aferrado al podio puede sorprender con nuevas metas de aquí a un tiempo, quién sabe si en Europa, cuyo Comité de Regiones presidió con pasión entre 1996 y 1998 y desde donde formuló la idea de una euroregión que comprendería Cataluña, Aragón, el Languedoc francés, el País Valenciano y las Baleares. Claro que también se especuló sobre un posible destino europeo a propósito del otro excursionista, Jordi Pujol, y ha acabado retirado en su despacho del paseo de Gràcia...

Su inconformismo ha sido legendario. Ayer mismo anunció su renuncia oficial a la reelección con más de 20 minutos de retraso ante las cámaras. Pero por la mañana había confirmado su retirada a un alumno de 6º de primaria de un colegio del barrio de Horta-Guinardó que le había preguntado por ello. Los alpinistas suelen tener la cabeza en las nubes, pero pisan fuerte.

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