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El proceso de paz

Mediante la rendición de una parte o bien con un armisticio, toda guerra, por larga que sea, tiene un final. Hasta la llamada Guerra de los Cien Años lo tuvo. Ganen unos, ganen otros, la paz siempre es bienvenida, pues los conflictos violentos, incluso cuando luchan buenos contra malos, acarrean muertes, sufrimiento, dolor.

En la contienda, vieja de 30 años, entre el Estado español y el nacionalismo vasco radical, ambas partes han declarado su disposición a firmar la paz. Una buena noticia, diríase. ¿Por qué entonces tantas reticencias de algunos? Según el admirado Savater (EL PAÍS de 10 de junio), los abertzales que defienden la violencia estarían en las últimas y lo que procedería sería esperar a que declarasen públicamente su rendición. Esa posición es también la del Partido Popular y la de parte de las asociaciones de víctimas del terrorismo.

Es muy cierto que gracias a la labor policial y la cooperación internacional, en particular la de Francia, ETA ha ido a menos. Como hasta los fanáticos piensan a veces, también ha influido, al parecer, que finalmente se hayan percatado de algo evidente, a saber, que asesinatos, bombas y extorsiones no llevan a ningún sitio.

Pero todo ello no quiere decir que el nacionalismo vasco radical esté vencido. Lo que sí parece es estar dispuesto a abandonar la violencia a cambio de quedar legalizado y de algo más. En ese más está, claro es, el quid de la cuestión. Hablar con Batasuna no es así el dislate que nos dicen los reticentes, sino un simple medio de averiguar, con luz y taquígrafos si puede ser, qué es lo que quiere esa gente a cambio de abandonar su apoyo a la violencia, es decir, a cambio de la desaparición de ETA. Entonces se verá si lo que piden se puede aceptar o no. Pronunciarse de antemano sobre el particular parece, cuando menos, prematuro.

Los hay quienes legítimamente preocupados, pero adelantándose a los acontecimientos, critican al Gobierno y a los socialistas vascos por las conversaciones, anunciadas, temerosos de que se pague un precio político excesivo. Otros, sin embargo, lanzan sus críticas desde un juego permanente a la contra, lo que les quita casi todo su valor.

Sea lo que fuere, mucho precio político no podrá pagarse, pues ni el Gobierno, ni incluso la mayoría parlamentaria que lo apoya, tienen facultades para ello, incluso si quisieran. Aparte de que quien lo intentara se suicidaría políticamente. Por ello, quienes temen un pago excesivo harían bien en concretar esos temores, que se antojan vagarosos y alejados de la realidad.

Lo que sí puede hacer el Gobierno, con el respaldo del Parlamento, es no sólo legalizar a Batasuna, siempre que condene la violencia y cumpla la Ley de Partidos, modificada o no, sino también ir liberando presos etarras de modo paulatino y conforme se vaya consolidando la paz. Éste, claro es, es un asunto delicado en el que entran en juego varios factores. Como primera providencia, esos presos pueden acercarse al País Vasco, lo que no parece presentar dificultades. Más peliagudo es ir dejándolos en libertad, mediante indultos o disposiciones legales ad hoc. Ello es posible, pero dependerá obviamente de que haya paz. En todo caso, tendría que hacerse progresivamente. Por aventurar algo, cabría pensar en que si hubiera confirmación de la paz, en cuestión de meses se podría indultar a quienes no tuvieran delitos de sangre y en cuestión de años a los demás. Ello requeriría como otra condición inexorable que cambiase el talante de los nacionalistas radicales. La paz vasca, por ejemplo, sería incompatible con recibimientos calurosos y homenajes a los liberados, que por muchos que fueran sus móviles políticos mataron alevosamente a adversarios, servidores del Estado, empresarios y simples ciudadanos.

Lo malo de quienes temen situaciones como la descrita es que su posición se mezcla con la de los ultraconservadores que piensan que lo que resulta inaceptable per se es un gobierno de izquierdas, haga lo que haga. Así, las conversaciones de paz habidas y por haber, secretas o públicas, se complican no sólo por la difícil materia sobre la que versan, sino porque se producen en una coyuntura política de mucho enfrentamiento. Treinta años de democracia no son muchos, en términos históricos, y hoy, en razón de nuestro pasado, resurge algo que parecía superado, a saber, la mentalidad de las dos Españas. Una de ellas estaría constituida, a juicio de parte de la derecha, por una izquierda falaz, incompetente e incapaz de defender los valores sagrados de la patria y mucho menos de lograr la paz en Euskadi sin hacer concesiones inaceptables. La otra España, a juicio de parte de la izquierda, estaría formada por unos reaccionarios extremos que nos quieren retrotraer a los tiempos del franquismo.

Cuesta trabajo aceptar que no pueda superarse tan nefasta polarización. Como país desarrollado que somos, ¿no podremos tener una España donde todos los nacionalismos, incluido el español, se encuentren razonablemente satisfechos, sin que ninguno de ellos eche los pies por alto, y donde un centro-izquierda y un centro-derecha se critiquen en términos civilizados y se alternen en el poder?

Ojalá se vaya aclarando el proceso de paz. No sólo desaparecería con ello la lacra del terrorismo etarra, sino que una vez consolidada la España de las autonomías, sin menoscabo alguno de la para algunos amenazada unidad de España, habría llegado el momento de corroborar que, políticamente hablando, somos un país avanzado. Hoy no es seguro que lo seamos.

Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica de la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.

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