De puente en puente
Ayer tuve ocasión de observar y recordar cosas interesantísimas porque tenía una cita en el puente de Can Peixauet, también conocido como del Potosí porque prolonga esa calle, y creo que los vecinos prefieren llamarlo así para eludir las dificultades de pronunciación del verdadero nombre, que corresponde a una masía que se alzaba allí cerca, fue demolida y luego se reconstruyó igualita a como era. El puente de Potosí lo tendieron sobre el Besòs en el año 1992, dentro del plan de mejora de la ciudad para los Juegos Olímpicos. Hace 40 años había aquí mismo, quizá unos metros más arriba o más abajo, una pasarela de madera sólo para peatones, y aún había que cruzarla despacito y con cuidado, era extremadamente inestable, se balanceaba mucho y siempre podías acabar en el agua; no lo diseñó ningún ingeniero, sino un vecino por propia iniciativa para que los trabajadores de la ciudad que al alba se encaminaban a La Maquinista y otras fábricas en la otra orilla se ahorrasen el largo rodeo por los puentes de más arriba y más abajo. Las personas con tal iniciativa son dignas de admiración. Todavía era oscuro cuando iban llegando los trabajadores al puente, donde a instancias del cartel que decía "para el que lo construyó", dejaban un óbolo y luego ya cruzaban el Besòs en dirección a las factorías.
Desde el puente del Potosí se ve, bajo el cielo grande, el arranque de las calles de Santa Coloma, que, como las callecitas del tango, "tienen ese qué sé yo"; y el nuevo campo municipal de fútbol, unas grúas y la falsa masía, ahora sede de una biblioteca, asomando sobre las copas de unas palmeras y de la hilera de álamos paralela al río. Semejantes a esa casa hubo hasta hace poco tiempo en esta ciudad muchas otras viviendas, con 100 años de antigüedad, con su parral y su higuera, con mucho encanto, pero ya quedan bien pocas, y aun ésas están temblando, pues siguen llegando olas de inmigrantes y la explotación inmobiliaria no reposa nunca.
Mientras esperaba al amigo que se demoraba, daba paseos inquietos arriba y abajo por el puente, como en la escena final de El amigo americano Nicholas Ray pasea por el puente de Brooklyn, con el cabello agitado por el viento, el parche negro en el ojo y el rostro demacrado, esperando a su amigo el falsificador de arte, esperándole en vano porque como todos los espectadores saben -pero no Ray- ha tenido un encuentro fatal en Berlín. Así estaba yo esperando a Guerrero en el puente del Potosí. Es un puente elegante, sobrio, con anchos paseos peatonales, y los tirantes rojos que van del tablero a las dos columnas de granito, para soportar el peso del puente y de los autos que circulan por él en dirección a Barcelona y en la contraria, le dan un aire de juguete para titanes. No diré que estuviera yo angustiado como el personaje de El grito de Munch, ni siquiera como el personaje de Tardi al que ya en la primera viñeta del estupendo cómic vemos cruzando al anochecer el puente de Tolbiac en París, puente industrial que ha sido desmontado, por cierto, hace pocos años, y la filacteria o bocadillo dice estas dos frases hechiceras: "Sur le pont de Tolbiac, un homme passe. Dans son regard, la folie". (Por el puente de Tolbiac pasa un hombre. En su mirada, la locura); pero cuando uno espera en un puente, aunque no tenga prisa, siempre siente una sensación extraña, ya que suspendidos en el aire no estamos en ninguna parte. A eso se refiere aquel poema de Evtuchenko sobre un puente en París, donde describe someramente a una pareja silenciosa que está esperando no se sabe qué, los de mi generación lo recordarán porque figuraba en aquella antología que publicó Alianza bajo el título Entre la ciudad sí y la ciudad no. Solemnemente, el poeta soviético declaraba: "¡Quiera Dios que no tengamos casa ni hacienda, ni aturdidora comodidad en nuestra vida! ¡Quiera Dios que, estemos donde estemos, siempre nos encontremos sobre el puente! En el puente que hace sagrado a quien lo habita; en el puente sobre el tiempo, sobre toda la vanidad y la mentira!". Ya es un enigma por qué nos impactaban estos versos. La verdad es que tiene versos mejores, y éstos que recuerdo me parecen, en cambio, filisteos. ¿Por qué no recordar, mejor, los de Maiakovski sobre El puente de Brooklyn, aquel puente donde veía concretados sus sueños futuristas?... Pero la memoria y el olvido no funcionan a nuestra voluntad, por desgracia. Muchos años después de leer esos versos, mediados los noventa, se los oímos recitar (mejor dicho: declamar) de viva voz, en el Pati Llimona, al mismo Evtuchenko, y de verdad que impresionaba, pues, aunque entrado en años, es un rapsoda de una energía y entusiasmo asombrosos.
Al contrario que él, que fingía el propósito de vivir en el puente, y supongo que debajo del puente cuando lloviese, "casa y hacienda" y un poquito de confort es lo que han venido a buscar, precisamente, los inmigrantes que pasan sus ocios a la sombra del puente, los que viven en los barrios más humildes de la zona, inmigrantes no ya del sur de la Península, sino de otros 150 países, de forma que Santa Coloma quizá sea el lugar de España donde se reúnen más nacionalidades. A la orilla del Besòs, unos hacen volar cometas, otros adiestran perros, los paquistaníes juegan a cricket, los colombianos y los ecuatorianos traen sus porterías de fútbol plegables y organizan partidos de gran rivalidad, y los chinos, es curioso, recogen hierbas en la otra orilla, la orilla de Barcelona, que tiene matorrales y vegetación silvestre en vez de césped y donde están los patos y las garzas. Parece que esas hierbas las echan en el caldo. Llega también gente de otros barrios, haciendo footing o ciclismo. Y también el amigo al que estaba esperando.
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