Fiesta grande en el Pavón
Hay que correr al Pavón. Se ha estrenado un formidable espectáculo, una antología de los Sainetes de Ramón de la Cruz; se ha afianzado, de la mano de Ernesto Caballero, una "forma" sensata y vibrante de dirigir a nuestros clásicos; y se ha revelado una compañía, una verdadera compañía que puede (y debe) seguir ofreciéndonos logros como éste. También por primera vez, la CNTC ha abierto su "marco histórico", hasta ahora centrado en nuestro Siglo de Oro: gracias a la iniciativa de Eduardo Vasco, se reivindica aquí a don Ramón de la Cruz y, sobre todo, el teatro del XVIII, cuando, como bien dice Caballero, director del montaje y de la versión, el trabajo de cómicos y dramaturgos "desbordó los escenarios para instalarse en la vida social", es decir, que reflejó su entorno y se hizo verdaderamente popular, como no sucedía desde la era de Lope. No es fácil embocar el punto justo a la hora de hablar de Ramón de la Cruz. No fue, desde luego, el autor banal y chocarrero que quisieron ver los neoclasicistas, ni tampoco es, y ahí discrepo del maestro Fernando Doménech, "nuestro Goldoni": le falta esa gloriosa aleación de profundidad y ligereza, de dicha y melancolía. Tampoco fue un adalid del casticismo, pues tradujo y difundió abundantes piezas francesas e italianas, ni, muchísimo menos, un autor naturalista: en su teatro abundan y sorprenden las fugas hacia lo fantástico y lo absurdo, coexisten la misoginia y el feminismo, la defensa del orden establecido y la simpatía indisimulada por los marginales, el populismo de fondo y la sofisticación formal. Fue, en suma, un autor esencialmente español, es decir, imposible de definir o etiquetar; desigual por prolífico, ideológicamente contradictorio y con verdaderos golpes de genio: lo mismo podría decirse de Jardiel, de Mihura (con el que comparte socarronería y escepticismo) y de tantos otros. A mí me hace pensar, aunque suene raro, en una mixtura anticipada de lo mejor de Benavente y Arniches: un dramaturgo siempre pendiente de los gustos de su público, con un poderosísimo sentido de la carpintería teatral y un oído muy afinado para captar las voces de la calle. No se agotan aquí, desde luego, las comparaciones o referencias, y Caballero es el primero en apuntarlas cuando justifica la elección de las cuatro piezas que componen el espectáculo. El primer sainete, La ridícula embarazada, es, obviamente, un juguete molieresco con madama antojadiza y matasanos cuentista: su argumento es delgadísimo, pero el verso es vivaz y delicioso. El segundo, El almacén de novias, anticipa los delirios subterráneos de Emilio Carrere y el expresionismo furioso de Nieva, del mismo modo que el tercero, La República de las Mujeres, empieza como Marivaux y acaba como Las corsarias, mientras que el cuarto, esa pequeña joya llamada Manolo, tragedia para reír o sainete para llorar, proyecta hacia el porvenir una carambola a tres bandas: el esperpento de Valle, la sátira antiheroica de La venganza de don Mendo y el aguafuerte sarcástico de tipos populares y/o patibularios del olvidado y siempre reivindicable Juli Vallmitjana. (Se me ocurren dos bolas más, y aquí me paro: el Rodríguez Méndez del Pingajo y la Fandanga y el Sastre de La taberna fantástica). Por encima de esa modernidad que satiriza las honras y llena el escenario de gentes nada áureas, relumbran los entreveros del lenguaje, el culebreo del romance octosilábico, las réplicas tan inesperadas y centelleantes como el dibujo de los personajes. Para unificar el sentido original de los sainetes, Ernesto Caballero ha basado su dramaturgia en las peripecias de una compañía teatral dieciochesca durante un ensayo en el Coliseo de los Caños del Peral, logrando, como decía al principio, un gran espectáculo. Un espectáculo con música y canciones de la época (tonadillas, folías, seguidillas), recogidas y vivificadas por Alicia Lázaro, que cantan y danzan los actores con el soporte de un cuarteto de cuerda y pianoforte, situado en un lateral de la sala. Sucede a veces en el teatro (¡y grandes momentos son esos!) que a los pocos minutos de comenzada la función nos recorre la certeza rotunda de que vamos a pasarlo maravillosamente porque estamos en buenas manos; porque van a tratarnos con el mismo respeto y afecto que el director ha volcado sobre sus materias primas. Esa sensación brota aquí de todas y cada una de las fuentes: la experimentamos, conjunta, al escuchar los primeros compases, al ver los figurines del gran Artiñano, la escenografía útil y bella de José Luis Raymond, la sutilísima iluminación de Cornejo. Me está saliendo, por contagio, un fraseo de otro tiempo, de crítico de los años cincuenta o primeros sesenta, y es que este montaje de Caballero, siendo absolutamente actual por su forma de decir el verso, podía muy bien llevar la firma de Luis Escobar o José Luis Alonso. Aquí no hay aggiornamentos fáciles, ni estridencias formales para la galería. El verso, asesorado por Francisco Rojas y ciertamente "actuado sílaba a sílaba", como se propuso su director, surge con esa aparente facilidad construida tras muchas horas de trabajo, de una atención minuciosa a cada giro, a cada intención del autor, hasta conseguir una verdad fresca, como recién inventada, que es lo que realmente seduce y convence a la hora de servir el teatro clásico. Hacía tiempo que no veía, pues, un espectáculo tan meticuloso, tan ceñido, ni una compañía tan versátil y dotada, con intérpretes que juegan una amplísima gama de registros y parecen metamorfosearse por completo a cada nuevo personaje. Como absolutamente todos brillan a la misma altura, es de justicia aplaudir desde aquí al reparto entero: José Luis Alcobendas, Carmen Gutiérrez, Ivana Heredia, Natalia Hernández, Susana Hernández David Lorente, María Jesús Llorente, Jorge Martín, Carles Moreu, Eduardo Mayo, José Luis Patiño, Iñaki Rikarte, Rosa Savoini, Cecilia Solaguren, Juan Carlos Talavera y Victoria Teijeiro. No hay que dejar escapar esta función ni esta compañía, superlativa y cargada de futuro.
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