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Columna
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Religión

Una religión sin tragedia tiene se parece mucho a un parque temático. Los turistas disfrutan de las atracciones, de los riesgos controlados, de los paisajes exóticos y carnavalescos. Pero cuando salen a la calle comprenden la diferencia entre diversión y realidad, y se sumergen con un buen sabor de boca en los códigos de la vida cotidiana. El tránsito no produce desarreglos graves o malas conciencias, porque la realidad, aunque tenga sus propias leyes, es hoy un tipo especial de parque temático, pensado para ese Turista con mayúsculas que es el ser humano de las sociedades desarrolladas. Cuando yo era niño, en Andalucía no viajábamos por turismo, sino por las necesidades de la emigración, y en las iglesias temblaban todavía las penumbras de la tragedia. El infierno y el pecado chamuscaban las palabras de los sacerdotes, las confesiones y las penitencias. La culpa se escondía en las carteras de los niños, entre el pan con chocolate y los libros de Formación del Espíritu Nacional. Morirse era un asunto complejo, porque la identidad sólo podía mantenerse gracias al dolor y a las llamas del infierno, capaces de morder nuestro cuerpo por los siglos de los siglos. La felicidad, por el contrario, significaba diluirse en la plenitud del Padre, dejar de ser uno en la eternidad compartida de los santos. En cualquier caso, la tragedia palpitaba en el dolor y en la felicidad, la culpa se acostaba y se levantaba con nosotros, se arrodillaba en la misa de las mañanas, se anudaba la corbata y vivía en la ropa de los domingos, en el miedo a que se manchase el traje del Corpus, en el beso del pan cuando se nos caía al suelo y en la maleta humillada de los emigrantes. La tragedia y la culpa se heredaban como el abrigo de un hermano mayor o la fotografía de un padre ejecutado al terminar una guerra. Con el paso de los años, las alegrías del Paraíso se fueron confundiendo con un nivel de vida desahogado en la sociedad del bienestar, las identidades se homologaron en los credos del consumo y la conciencia trágica cedió su puesto de trabajo a las atracciones de los parques temáticos o de las romerías para turistas.

Los obispos españoles están preocupados por la unidad de España. Los obispos andaluces quieren repartir panfletos en la puerta de las parroquias, para pedir a los fieles que se opongan al nuevo Estatuto de Andalucía. La verdad es que extraña un poco esta pasión militante en la tradicional cultura federalista de la Iglesia Católica, que ha sido incluso partidaria de reconocer en un único Dios verdadero la existencia de tres singularidades distintas. Por lo que se refiere a la agitación política, sin embargo, no resulta sorprendente la militancia de los obispos, que nunca han dudado en adornar las amenazas teológicas del infierno con agitaciones más terrenales. Hubo tiempos en los que una multitud agitada desde el púlpito significaba para un Gobierno democrático lo que las llamas del infierno para un pecador. Pero esos tiempos han pasado ya en España, sociedad de bienestar, de turistas y parques temáticos. Hay razones sólidas para pensar que los panfletos contra el Estatuto van a ser atendidos con la misma aplicación social que los sermones contra la píldora, el divorcio o los preservativos. La moral de las mujeres humilladas y de los jóvenes culpables, de los embarazos no deseados, de los matrimonios agónicos y de los castigos divinos a través de las enfermedades venéreas, se puede sostener en una realidad trágica, pero no en los códigos despreocupados del consumo. Los farmacéuticos fundamentalistas, los padres suicidas y los curas metidos en política, por molestos que sean, sólo forman parte de las atracciones de feria. Cada vez estoy más convencido de que el poder económico y jurídico que conserva la Iglesia en España no se debe a sus amenazas ideológicas tradicionales, sino al papel que le hemos concedido en la programación de nuestros festejos turísticos y nuestras juergas. ¡Qué iba a ser de nosotros sin Semana Santa, sin ermita del Rocío y sin procesión del Corpus!

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