Irak, en sus manos
Quizás el mensaje más significativo dirigido por George Bush al primer ministro iraquí, Nuri al Maliki, aparte de la inyección de moral al nuevo Gobierno que ha supuesto la inesperada y sorpresiva visita a Bagdad del presidente estadounidense el martes, haya que intuirlo de sus palabras en la comparecencia conjunta de los dos mandatarios ante los medios. "El futuro de Irak está ahora en sus manos", dijo el inquilino de la Casa Blanca. O lo que es lo mismo. Ha llegado la hora de que les retiremos las muletas y empiecen a andar por sí solos. Hemos derrocado y capturado a Sadam. Hemos eliminado a Abu Musab al Zarqaui. A pesar de todos nuestros errores en la posinvasión, que son la principal causa de la insurgencia e inestabilidad actuales, Irak tiene, contra todo pronóstico, el primer Gobierno multicolor elegido por sufragio universal desde su nacimiento como nación en 1922. Estamos dispuestos a seguirles apoyando hasta que las fuerzas de seguridad iraquíes puedan hacerse cargo de la defensa interna y externa del país. Pero el futuro depende de ustedes. Son ustedes los que deben decidir si prefieren un Irak unido, democrático e independiente. O si, por el contrario, prefieren seguir con las luchas tribales, étnicas y religiosas y retrotraerse a 1918, cuando ni siquiera el nombre de Irak existía -lo inventó la arabista británica Gertrude Bell en 1921- y Mesopotamia estaba dividida en tres provincias o wilayatos del Imperio otomano. Ésta es la esencia del mensaje de Bush contenido en esas pocas, pero significativas palabras.
En realidad, es la misma opción que, ante la inoperancia del anterior primer ministro, Al Yafari, planteaba un editorial de The New York Times al pedir a la Casa Blanca que estableciese un calendario para la retirada de las tropas, si los iraquíes persistían en la macabra costumbre de matarse, en lugar de constituir un Gobierno estable de unidad nacional.
Bush ha apostado fuerte por Al Maliki. Le han impresionado el carácter y la determinación del nuevo primer ministro, que es la antítesis de su irresoluto antecesor, recientemente demostrados en su visita a Basora, cuando impuso el toque de queda en la capital sureña y prometió que no tendría "misericordia" con los terroristas, y con la operación de limpieza de nidos insurgentes en Bagdad, iniciada el miércoles, con el despliegue de 70.000 soldados y policías iraquíes. Al Maliki emplea la táctica del palo y la zanahoria. Junto a las medidas de fuerza tiende la mano a los grupos insurgentes suníes que no tengan "las manos manchadas de sangre", al tiempo que libera a 2.500 presos, también mayoritariamente suníes, recluidos en prisiones iraquíes y americanas. Al mismo tiempo, ha iniciado conversaciones con líderes políticos y tribales para intentar la integración de sus milicias, responsables de la mayoría de los asesinatos intercomunitarios, en las fuerzas de seguridad iraquíes. Una tarea hercúlea, pero vital, si se quiere evitar un enfrentamiento total entre chiíes y suníes, que convertiría la actual confrontación sectaria en una guerra civil total de impredecibles consecuencias, no sólo para Irak sino para toda la región.
Aparte del carácter y capacidad de liderazgo, Al Maliki ha contado, hasta ahora, con un factor importante para todo político. Tiene lo que en árabe se llama baraka o suerte. En sus dos semanas de mandato ha conseguido en un solo día dos golpes de efecto, que han logrado, por primera vez en meses, levantar la decaída moral del ciudadano medio iraquí: la eliminación, en una operación combinada de los servicios de inteligencia americano, iraquí y jordano, de Al Zarqaui y el nombramiento de un suní y dos chiíes para los ministerios de Defensa, Seguridad e Interior, con los que se completa el Gobierno de unidad nacional. La muerte de Al Zarqaui no terminará con los atentados terroristas en Irak, pero, sin duda, influirá en la moral de los yihadistas del exterior, que consideraban al jordano poco menos que inalcanzable. Entre ellos, el grupo de 17 islamistas canadienses, detenidos por la Policía Montada el 2 de junio y acusados de querer apropiarse del Parlamento de Ottawa, con la intención de, en la mejor tradición de Al Zarqaui, degollar al primer ministro, Stephen Harper, si Canadá no retiraba sus tropas de Afganistán.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.