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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Bush en Bagdad

El inesperado viaje de Bush a Bagdad, del que el primer ministro iraquí fue advertido minutos antes de encontrarse con el presidente de EE UU, parece tener mucho que ver con el destello de esperanza provocado por la muerte del terrorista Al Zarqaui y el establecimiento, por fin, de un Gobierno iraquí, seis meses después de las elecciones. Razones de política interior estadounidense son el otro argumento decisivo de este segundo desplazamiento desde la invasión.

Más que enunciar una nueva estrategia de la que por el momento no hay indicios, Bush intenta contrarrestar con grandes gestos su desplome en popularidad por la guerra de Irak. Precisamente uno de los temas a discusión en el gabinete de guerra interrumpido del retiro presidencial era el comienzo de una posible retirada gradual, asunto al que previsiblemente Bush se refería ayer cuando aseguró en su visita relámpago que "EE UU cumple siempre lo que promete". El problema es que su punto de vista tiene ya muy poco que ver con el de la mayoría de sus conciudadanos, después de haber perdido a casi 2.500 soldados y a cinco meses de unas elecciones al Congreso.

Que Bagdad tenga ya ministros de Defensa e Interior significa que el Gobierno de unidad del chií Nuri al Maliki podrá por fin echar a andar en el tema decisivo de la seguridad, después de que el primer ministro haya prometido guerra sin cuartel contra la plétora de milicias sectarias dedicadas al terror y al asesinato. Pero parece ilusorio establecer una correlación directa entre la provisión de aquellas dos carteras y el comienzo del repliegue. Nada en los últimos días o semanas, ni siquiera la muerte de Al Zarqaui, permite vislumbrar un atisbo de apaciguamiento en el ensangrentado país árabe.

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A falta de conocer con precisión el mensaje de Bush en Bagdad, hay condicionamientos básicos en Irak fuera del alcance directo de EE UU. Uno de ellos es la interferencia iraní, sobre la que el presidente advirtió ayer a Al Maliki. Otro, las propias desavenencias dentro del mayoritario campo político chií. El anuncio del primer ministro de que liquidará las bandas armadas no ha gustado a algunos de sus rivales del mismo credo, que defienden el protagonismo de ejércitos de fanáticos como el del clérigo Múqtada al Sáder.

Con ser absolutamente necesario el restablecimiento de alguna forma de seguridad, la tarea de Al Maliki va más allá de desplegar más soldados o policías, en el caso de que unos y otros estén en condiciones de enfrentarse a una insurgencia tentacular. El nuevo primer ministro iraquí tiene ante todo que reconstruir mínimamente un orden político devastado. Eso incluye también evitar el monopolio del poder político por parte de la mayoría chií, lo que significa cambiar la Constitución en los pocos meses que quedan de plazo. Trabajos hercúleos, todos por hacer, en los que Bush tiene una capacidad de influir muy limitada.

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