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Columna
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Cerrando filas

Cuando observo movimientos, como los que han tenido lugar el pasado sábado en Madrid intentando que la calle sea la que marque el rumbo del Estado y cuando observo movimientos, como los que han protagonizado los llamados Obispos del Sur, tratando de persuadir por vía apostolar que el Proyecto de Reforma del Estatuto de Autonomía para Andalucía va en contra de la Iglesia, más me convenzo que quiénes actúan así se están lazando piedras contra su propio tejado.

En España, el mecanismo normal de funcionamiento para la modificación de las leyes y la dirección política, corresponden a las Cortes y al gobierno. Hoy los ciudadanos conocemos en mayor o menor medida, pero conocemos, el programa con el que cada grupo político se presenta a las elecciones; también sabemos, en igual medida, su grado de cumplimiento a la terminación del mandato y como han encauzado esta dirección política. Esta realidad determina que, cada vez que se convoquen elecciones, nos inclinemos por un grupo o por otro a los efectos de mantener o generar un cambio de gobierno. Es verdad, y no se debe ignorar, que ante determinadas situaciones -y España ha vivido unas pocas- se generen movimientos de expresión popular que hacen que los ciudadanos se levanten, sumándose a estos levantamientos grupos políticos y representantes de la sociedad sin distinción de banderas o ideologías. Los asesinatos de Tomás y Valiente, Miguel Angel Blanco, Jiménez Becerril y los asesinatos masivos en Atocha son algunos ejemplos. Ahora bien, la espontaneidad de estas movilizaciones se pierde, y con ella su razón de ser, cuando los grupos políticos se identifican con la movilización callejera y dejan en un segundo plano el hacer parlamentario. En estos casos, y más cuando son reiterados, lo normal es que se provoque un efecto contrario.

Vivimos en tiempos en el que la información es un devenir diario. La persona, en general, no acepta verdades en función de quiénes emiten los mensajes. Además, ante la mentira y la manipulación, reacciona en sentido opuesto, ya que le provoca desconfianza y hastío. No hay una aceptación sin más de la pretendida universalidad de los mensajes. Se analizan y solo se deja influir por ellos si convencen. Y así hoy sabemos, los que confiamos en el sistema democrático, que los hechos son tozudos y la verdad del 11-M, por mucho que se quiera mudar, es que la que resulta de la investigación de los servicios del Estado y de la instrucción de los tribunales de justicia. También sabemos que, ni el Guadalquivir ni la organización judicial del Estado y de esta Comunidad, figuraban entre las preocupaciones de San Mateo o San Lucas.

Pretender, como está haciendo el grupo popular, canalizar estas manifestaciones para poner en tela de juicio el sistema judicial español y lograr el poder, es volver a las andadas de los días del atentado y siguientes. Pedir, como están haciendo los Obispos del Sur, que los católicos den testimonio de su fe rechazando de manera global el Proyecto de Reforma del Estatuto para Andalucía, es actuar como grupo político, ya que no se examinan determinados aspectos estatutarios que pudieran chocar con el mensaje evangélico. En suma son actuaciones que, por estas razones y muchas más, pueden perjudicar a los mismos que tratan de rentabilizar estos movimientos. Tal vez -quiero pensar- si estos Obispos del Sur dejaran de ampararse en el catolicismo y de provocar, conscientemente o menos, que su posición se identifique con una determinada opción política, es posible que algunos, y muchos más, pasaran página y recelo de una iglesia española que se la recuerda preocupada por lo castrense y por su influencia en lo nacional, por lo que mejor harían unos y otros propagando sus pensamientos cristiano y político sin una identificación generalizada entre Iglesia y Estado.

Claro que, a lo mejor estoy equivocado y no se tiran piedras contra su tejado, sino que lo que se pretende es promover un grupo monolítico que, integrado por nacionales y católicos a la vieja usanza, acceda al poder -democráticamente por supuesto- para ejercer esta política en un Estado que constitucionalmente se proclama social, autonómico y laico.

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