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Columna
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Difícil

ETA se está convirtiendo en un generador simbólico, en un potente artefacto metafísico. Su inexistencia le puede resultar mucho más rentable que su actividad para conseguir todo lo que antes nunca pudo lograr. Imagínense un final anunciado que nunca acaba de consumarse, un final infinito. Ellos anuncian que van a acabar y todos esperan que ocurra algo que sancione ese final, pero ellos se van a sus casas sin declararlo. La espera por parte de los demás continúa, puesto que nadie sabe que el final ha acontecido. La situación pone entonces en marcha un sinfín de relatos enfrentados. Hay quienes demandan un gesto de la autoridad para que se acelere el final deseado, y hay quienes consideran que ese gesto se ha producido ya, que la serie de concesiones es tan infinita como la espera, razón por la que ésta se prolonga, en demanda de mayores concesiones y con la esperanza de lograrlas. Los hay que saludan los nuevos tiempos como los de la victoria, porque el final anunciado es un signo de esperanza que convierte al extinto en un mártir de su propia causa y en mesías esperado, y los hay que lamentan esos tiempos como los de la derrota, por razones muy similares. Y es el caso que unos y otros, otros y unos, acaban odiándose a la espera de lo que esperan, por lo que el extinto consigue una victoria post mortem que hasta podría hacerlo resucitar de la risa.

Hablar de política con Batasuna significa hablar de política con ETA, además de incumplir nuestras leyes

No es esto exactamente lo que nos ocurre, aunque sí es cierto que giramos en torno a un semicadáver. Esperamos que nos diga que se ha muerto, pero nos hemos olvidado de él para centrarnos en la espera y convertirla en un tiempo propicio a que se desaten nuestros demonios. ETA es una organización terrorista cuyo final todos deseamos. Batasuna es su brazo político, un partido ilegal estos últimos años y al que tampoco me produce ningún empacho añadirle el calificativo de terrorista. Y el mundo al que pertenecen ambas organizaciones es uno, no son dos ni tres que nada tengan que ver entre sí, lo que complica mucho las cosas. Lo endiablado de la situación se deriva de que el final de una de las organizaciones no implica el final de la otra, y que la supervivencia de la segunda es llave maestra para acelerar la extinción del sujeto del mal. ¿Hay que acabar con ambas? ¿Hay que aceptar que lo que representa Batasuna sobrevivirá, con ése u otro nombre, y que, a partir de cierto momento, su futuro dependerá de ella misma? Si es así, ¿cuáles son las condiciones de supervivencia que pueden otorgársele, es decir, sobre qué se puede dialogar con ella? Son estas las preguntas en torno a las que gira hoy el disenso mientras el deseado cadáver continúa en espera. Todo el mundo acepta que el Gobierno dialogue con ETA para sellar su final. El escándalo salta cuando no el Gobierno, sino el partido que lo sustenta, decide hablar con Batasuna. Y es que con ésta no se puede sellar su final, sino adecuar su principio. Y es en este punto donde no hay consenso y donde se emplazan las tremendas dificultades -¿insalvables?- del proceso iniciado.

No me caben dudas de que el presidente Zapatero ha cometido errores en su trato con la oposición. También estoy convencido de que el PP hizo de la política antiterrorista del Gobierno un caballo de batalla desde el momento mismo en que perdió las elecciones. Sin embargo, tanto los errores de uno como la obcecación de los otros no tendrían consecuencias insuperables si sus posiciones de partida para acabar con el terrorismo no fueran tan distintas ni tan difíciles de consensuar. Y donde no hay consenso es en la consideración que se le debe dar al fenómeno Batasuna. Con ETA, y en eso todos parecen estar de acuerdo, sólo se puede hablar de la entrega de las armas y de la situación de sus presos, pero, ¿y con Batasuna? ¿Se acaba ETA con el silencio definitivo de sus armas o continúa viva en Batasuna y pretende negociar su victoria a través de ésta? Son éstas las preguntas que enfrentan a los dos grandes partidos españoles, es ahí donde parece imposible el consenso.

Patxi López invocaba hace unos días el Pacto de Ajuria Enea para justificar su decisión de hablar con Batasuna. Se olvidaba de que ese pacto murió hace nueve años y de que era difícilmente compatible con la política antiterrorista que impuso el PP en años posteriores. Era ésta una política de extinción -o de arriconamiento, si prefieren un término más suave- y no hacía distingos entre ETA y Batasuna. Sigue siendo ésa su política antiterrorista, y Batasuna no se distingue de ETA mientras no se desmarque de ésta.

Hablar de política con Batasuna significa hablar de política con ETA, además de incumplir nuestras leyes. ¿Lo seguiría siendo una vez alcanzado el final definitivo de ETA, momento a partir del cual Batasuna ya nada tendría que condenar? Pueden parecer simples cuestiones de matiz, pero por esos matices se deslizan todos los monstruos. Y Zapatero queda bastante inerme ante un hipotético fracaso.

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