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Columna
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Paraíso

Estaba trabajando cuando oí el grito de gol, masivo, a media tarde. ¿Quién acababa de marcar? Yo había olvidado el Mundial de fútbol, y quiénes jugaban, aunque, en otros tiempos, el júbilo lo habría provocado indudablemente el equipo de aquí. Encendí el televisor: celebraban el gol futbolistas vestidos de rojo y franja blanquiazul en el pecho. ¿Estados Unidos de América? No, Costa Rica, gol de Wanchope, que jugó en el Málaga anodinamente. Por estos gritos de gol no sabría uno dónde está: ¿En Costa Rica? En Alemania no, desde luego: nadie festejó en mi calle ninguno de sus cuatro goles.

Me quedé a ver el partido. Ojeaba periódicos mientras sacaban de banda. Inmediatamente supe dónde estoy: tropecé con obispos y flamenco. He llegado a la conclusión de que lo que molesta de los obispos católicos no son sus opiniones, que son las de siempre, aunque ahora se utilicen en contra del Estatuto reformado. Ni siquiera molesta que quieran difundirlas, y difundirlas en las parroquias, que son su casa. No molesta que los obispos opinen de política: molesta lo que opinan. Por ejemplo, el obispo de San Sebastián, Uriarte, que fue mediador en el contacto entre ETA y el Gobierno del PP en 1999, apeló el otro día a la magnanimidad de todos los partidos para contribuir a la paz. Los que protestan por la intervención política de los obispos del Sur, ¿criticarán ahora con la misma vehemencia al obispo vasco?

Creo que el episodio episcopal sirve, como espléndida propaganda, al Estatuto y a la Iglesia católica. El New Yorker ha contado cómo Sony, la productora de El Código Da Vinci, fraguó la campaña publicitaria de la película (estoy viendo el cartel por mi ventana, dos únicos días en la Casa de la Cultura municipal). Con presupuesto millonario, y a través de editoriales religiosas, se invitó a teólogos católicos, vaticanistas y especialistas en el Nuevo Testamento a atacar el Código de Brown. El responsable de medios de comunicación de la Conferencia Episcopal estadounidense participó en la encendida polémica, que tenía fines comerciales, no teológicos. Lo importante era que la película sonara. En Il Corriere della Sera leo que la página web del Opus Dei en Italia entiende que el Código ha sido una "extraordinaria ocasión para hablar de la fe, la Iglesia, y la pequeña parte de la Iglesia que es el Opus".

No sé si entra dentro de lo posible que Sony, para vender, haya impulsado la prohibición de su película en China, Pakistán y la India. Estas cosas llenan páginas de periódico. Son propaganda. El episodio episcopal ha ventilado bastante el Estatuto, y a los obispos. El peso de los obispos en la discusión política andaluza ha sido una revelación, incluso para los mismos que invitaron al cardenal-arzobispo de Sevilla a opinar sobre el Estatuto ante el Parlamento. Aquí el pasado es bastante inamovible. La política del púlpito sigue siendo una cuestión palpitante, como el flamenco.

El 67, uno de los artículos más curiosos que propone el nuevo Estatuto, dice que "corresponde asimismo a la Comunidad Autónoma la competencia exclusiva en materia de conocimiento, investigación, formación, promoción y difusión del flamenco como elemento singular del patrimonio cultural andaluz". No sé si el conocimiento es competencia exclusiva de nadie, pero el consejero de Cultura de la Junta extremeña también quiere competencias flamencas, basándose en la propia historia del cante. Espero que el debate nos lleve a conocer mejor la génesis del flamenco, sus ramificaciones geopolíticas, la importancia del flamenco en nuestras vidas.

Este mundo pequeño y antiguo, de arte y parroquia, me parece de repente un paraíso. Es mejor que los últimos episodios nacionales, cada vez más preocupantes, con un partido de 10 millones de votos que, en su afán por ir a elecciones cuanto antes y desbancar al partido en el Gobierno, extiende la duda sobre el aparato judicial y policial, y recurre a emociones colectivas, fundamentadas y fundamentales, para desestabilizar la situación política.

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