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Columna
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200.000 películas X

"Dicen que practicamos poco el sexo, pero hemos servido más de 200.000 películas X", proclama la publicidad de una operadora de telecomunicaciones, de honda raigambre vasca. Hombre, que nuestra operadora se enorgullezca de haber "servido" 200.000 películas X parece un tanto impropio. Y lo impropio no es que consagre parte de sus esfuerzos a tan necesario tráfico, pero sí que airee el montante, ¡200.000!, como si fueran sacos de arroz remitidos a Somalia. Si hay algo obsceno en la conducta de la operadora no es el comercio de tal filmografía, sino la manifiesta vanagloria por su distribución. Ésa es la verdadera obscenidad.

Confundir el pudor con la hipocresía es uno de los males de nuestro tiempo, y su consecuencia más embrutecedora consiste en considerar que siendo impudoroso uno deja también de ser hipócrita. Pero el pudor es uno de los caracteres que nos construyen como seres civilizados y la hipocresía, muy al contrario, una perversión del alma. Acaso la confusión empezó gracias a los magazines televisivos (negocio, el de la tele, al que no es ajena nuestra empresa pornodistribuidora). Cuando la Transición democrática dio paso a la liberación carnal, la pantalla se pobló de antañosos y teatrales matrimonios que hablaban en público de las tetitas de ella o de la pilila de él, con la misma naturalidad con que hablarían del vermú de los domingos. Parejas de septuagenarios acudían a la televisión para relatar cuatro décadas de coitos en posición del misionero. Y que además los explicaran gratis era sólo una patología añadida a la ordinariez general del espectáculo. Es como si la gente regresara al caca, culo, pis, pero en versión genital, y la reprimida sexualidad de la posguerra se redimiera mediante una televisiva exposición de castizas interioridades, narradas sin recato para edificación de las nuevas generaciones.

Ahora la conocida operadora nos sorprende con la difusión de este logro honorable: 200.000 películas guarras. Pues pocas me parecen. Somos dos millones en el paisito y a ver quién no ha visto alguna (alguna docena de ellas, quiero decir). Claro que podría añadirse al dato la facturación en casas de lenocinio; el número de consoladores, arneses y fustas que utilizan los vascos; o el de pinzas, electrodos y cámaras de tortura que se comercializan en nuestras grandes superficies, un poco más allá de la sección de barbacoas.

Mucha gente opina que su particular liberación pasa por la desnudez verbal, por la apertura de las contraventanas del alma, por la exposición pública de sus peores apetitos, por la deyección mental depositada en el periódico, en la tele o en el váter, pero nos merecemos algo mejor. Antes las damas se imponían discreción tras ciertas aventuras y los caballeros no confesaban sus hazañas, cosa que dejaban para los célibes fanfarrones de taberna. Por desgracia, el País Vasco no es tierra de damas ni de caballeros (y sí de célibes). En nuestros tiempos de frigidez (de mayor frigidez que la de ahora) no sólo nos imponíamos la autocensura verbal, sino la abstinencia física. No es que fuéramos discretos en nuestras aventuras: es que ni había aventuras ni había nada.

Asombra el optimismo del anunciante, al imaginar ahora que tanta película porno está sirviendo para estimular la vida sexual de parejas, tríos, dobles parejas, conventos, conventículos, clubes de montaña, sindicatos de clase, cuarteles de la Ertzaintza y sociedades gastronómicas, o para ilustrar incluso los tocamientos lúbricos entre diversos miembros de una misma familia y las tareas educativas de ciertos desdentados sobre criaturas impúberes. Quizás alguna de las películas que ha facilitado nuestra gran operadora sí haya colaborado en tan amenos menesteres, pero hay que temer que la mayoría de ellas se habrá limitado a propiciar nuevas sesiones de sexo solitario. De ser como sospecho, tanta película porno diría muy poco de nuestra mejoría sexual, y mucho del reprimido discurrir de miles de biografías ancladas a sí mismas, profundamente tristes, avariciosas de carne inasible y remota.

Ya que la publicidad es la única ideología de nuestro tiempo, habría que exigirle algunos límites. Por ejemplo: menos hipocresía, pero algo más de pudor. Y, si no es por ética, que al menos sea por higiene.

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