Al paso de la ciudad
París tiene a finales del siglo XVIII la estructura urbana propia del Antiguo Régimen que tan bien ha descrito Balzac en sus novelas: casas estrechas, calles tortuosas de pavimento muy desigual, sin aceras ni alcantarillas y que con la lluvia se transforman en barrizales por los que es imposible circular. Por el contrario, cuando la calzada esta seca, el ruido producido por los carros y carruajes es tan ensordecedor que es imposible entenderse, y cuando cae la noche una profunda oscuridad, excepto en las zonas en las que existen tiendas iluminadas con gas, sume al peatón en las tinieblas y le convierte en un temerario aventurero. Delphine de Girardin en 1835, en sus Correspondencias parisinas, envidia a Londres y sus calles donde gracias al pavimentado de Marc Adam -y de ahí la designación de macadán para los asfaltados urbanos- se puede pasear y hablar. Pero entramos en el XIX y el París medieval cede el paso a la ciudad moderna, en función de cuatro consideraciones que son determinantes para la modernización urbana. En primer lugar, la demanda social de mayor seguridad y confort por parte de la burguesía; en segundo término, la disponibilidad posrevolucionaria de grandes parcelas de terreno y de islotes de inmuebles, calificados de bienes nacionales y procedentes de la liberación de incautaciones y secuestros, al clero y los aristócratas que superan las 400 hectáreas y que sólo en el caso de la Administración de los Hospicios representan más de 800 casas; luego, la aparición del negocio inmobiliario y del furor constructor y especulativo que se apodera de la nueva burguesía, y finalmente las nuevas técnicas arquitectónicas que permiten satisfacer los gustos de los promotores. En menos de 25 años una serie de nuevos barrios modifican completamente la fisionomía de París: Batignolles, Saint-Georges, la Madeleine, Europe, que son obra de banqueros y empresarios -Gaudot de Mauroy, Jonas Hagerman, Mignon, etc.- que buscan dinero y fama.
Los pasajes que habían comenzado a emerger a finales del XVIII principios del XIX -Galería de madera del Palais Royal, en 1786; Pasaje Feydeau, en 1791; del Cairo, en 1799; de los Panoramas, en 1801; Delorme, en 1808; Montesquieu, en 1812- viven una extraordinaria eclosión. Entre 1830 y 1850, su edad de oro, se construyen 25 pasajes, que rivalizan en novedad arquitectónica y en lujo. Los que comenzaron siendo galerías de madera se pasaron a la piedra e incorporaron el hierro y el vidrio, cuya primera aplicación fueron los invernaderos, y que pronto se generalizaron y se convirtieron en uso corriente. Estaciones, bancos, iglesias, correos y la mayoría de los edificios públicos utilizan hierro y vidrio para sus armazones de cobertura y tejados reservando la piedra para la construcción de las fachadas. El pasaje Delorme consagra la excelencia de los pasajes acristalados y su obra maestra es la Galería de Orleáns, de 1829, con una longitud de 65 metros y una anchura de 8,5, con una cubierta de vidrio de una sola pieza, gracias al entramado metálico, que sirvió de modelo durante bastantes años. Estas bóvedas acristaladas permiten una iluminación cenital que las dota durante el día de una especial atmósfera luminosa a la que la abundancia de espejos que recubren todas las columnas y la multiplicación de efectos de luz a que dan lugar, otorga una celebrada condición museográfica. Benjamin habla a su propósito de la complicidad ambigua en este juego de imágenes entre el ser y la nada, lo concreto material y lo fantasmagórico.
Pero los pasajes son también, y quizá sobre todo, lugares del comercio. Los promotores inmobiliarios, al proyectar un pasaje en el interior de una manzana de casas, no han pensado especialmente en facilitar el tránsito de unas calles a otras, sino en modernizar la venta al por menor, sustituyendo las pequeñas tiendas poco atractivas e incómodas por los almacenes llamados de novedades, mucho más amplios y acogedores, que marcan una clara diferencia entre vendedores y compradores, que establecen un precio fijo y suprimen el regateo, en los que la cuidada decoración y la agradable organización del lugar son argumentos de venta, antecedentes de los grandes almacenes que aparecen hacia 1850: Bon Marché, Louvre, Belle Jardinière. Los pasajes, empujados por el capitalismo comercial que completa los fastos de la especulación inmobiliaria, tan subrayada por Benjamin, invaden los pasajes sólo entrecortados por los cafés y salones de té en que se refugian compradores y paseantes para tomar nuevas fuerzas.
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