Espectáculo mundial
El Mundial de Fútbol reaparece cada cuatro años como el fenómeno de masas por excelencia. Quizás, la audiencia no se diferencie notablemente de la de los Juegos Olímpicos, pero la intensidad de la atención y el número de los implicados ha crecido aparatosamente. La imagen de los niños de cualquier aldea africana luciendo las camisetas que nombran a Ronaldinho, Del Piero o Beckham demuestra que no hay deporte más universal. El fútbol es hoy el patrón del valor deportivo, y aunque las naciones no se miden ahora por nada inequívoco, ¿quién duda de que el prestigio de Brasil debe mucho a la visibilidad de sus futbolistas? Ser aficionado al fútbol no se asocia ya con una cultura, una etnia, un nivel de vida, y ni siquiera, como antes, con ser varón. El fútbol ha estallado como la gran metáfora de la vida, caracterizada como nunca por la fuerza de lo imprevisible: la posibilidad de ganar o perder por una injusticia o un azar refleja la clase de mundo que ha establecido la globalización.
Los aficionados seguirán adheridos a las peripecias de un equipo nacional y sus sentimientos ondearán de acuerdo a las proezas o los fracasos de sus colores; sin embargo, cada vez más, como han enseñado primero los clubes, la selección nacional no se compone exclusivamente de "hijos de la patria": no pocas formaciones nacionalizan extranjeros con el fin de reforzar su equipo. Esa adopción como propios de jugadores extranjeros, unida a la difusión por televisión de partidos entre equipos de todos los países, ha ido formando a un aficionado que conoce la alineación de los rivales y distingue a jugadores que admira tanto como a los de su país.
Esta circulación futbolística (y futbolsística), en sintonía con otras manifestaciones de circulación transnacional, va transformando silenciosamente la pasión por la bandera y restando encono a las batallas, aunque se mantengan reductos de fanatismo. Ahora, por fin, se inicia fuera y dentro del fútbol una reconciliación de las diferencias hasta hacerlas tan inocuas que pueden jugar en el mismo equipo y bajo la misma camiseta. La selección española, con dos nacionalizados de conveniencia, es uno de los ejemplos. Lástima que acaso no sea suficiente para conferirle un impulso tal que pudiera todavía transmitirnos siquiera la ilusión de que no será derrotada a la altura de los mediocres.
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