Los padres sin paternidad
En este tiempo, donde abundan como nunca las adopciones, crecen como nunca, los niños sin paternidad. El hogar persiste, la pareja clásica continúa, el hijo o el par de hijos merodean por allí, pero ha desaparecido o se halla en trance de extinción la articulación que propulse el funcionamiento interfamiliar. Más bien, lo que se deduce de esa agrupación, es una cohabitación bajo un mismo techo y un silencio, entre deliberado y natural, que marca el espacio invisibles entre los adultos y niños, especialmente adolescentes.
A los padres, siempre les requirió un notable esfuerzo entender y atender a los hijos pero ambas tareas trataron de afrontarse a la vez. No interpretarlos bien podía conducir a maleducarlos, no escucharlos adecuadamente podía propiciar su distanciamiento y, al cabo, su desdén. Con ello se desembocaba en un malestar doméstico que provocaba tanto el sentimiento de culpa de los progenitores como el desamparo de los chicos. Finalmente, el hogar, podía convertirse en lugar de menudas torturas y, como resultado, aumentaba el deseo de recurrir a la psicoterapia, el psicofármaco o la descomposición total.
Casi nada de todo ello ocurre escandalosamente ahora.Los hijos no hablan con sus padres (una media de veinte minutos durante la semana escolar en Estados Unidos; unos noventa minutos en España) pero no pasa nada demasiado grave, ni tan relevante como para conducir a la máxima depresión. Unos hacen su vida y los otros también. Los dos grupos, e incluso individuo a individuo, buscan su confortabilidad, se las apañan en las horas de cenar, se afanan en sus deberes escolares o laborales y escogen separadamente, matrimonios incluidos, sus preferencias de ocio particular. No salta la casa en pedazos, ni se escuchan gritos en el vecindario. Tampoco se intercambian improperios difíciles de soportar. Cada cual asume, tarde o temprano, que su vida es sólo suya y ha de procurarse, sin las ayudas familiares cada vez más débiles y efímeras, la manera de protegerse.
Este modelo, especialmente abundante en la clase media alta y alta, añade además a su solipsismo interno, la residencia en zonas donde la comunicación vecinal es exigua y en donde los niños disponen de escasas oportunidades de relación con sus amigos, fuera del horario escolar. Que en Estados Unidos se permita conducir automóviles a los 16 años tiene que ver con esta necesidad de ofrecer oportunidades relacionales a los adolescentes que habitan en urbanizaciones extensivas donde ni hay plazas públicas ni aceras donde verse con los demás. Ciertamente, como ya está sucediendo en España, los lugares de encuentro coinciden con los centros comerciales del extrarradio, a varios kilómetros o decenas de kilómetros de donde se vive.
¿Fines de semana? El mayor tiempo de posible comunicación entre padres superocupados e hijos superocupados se frustra una y otra vez a través de la estampida en distintas direcciones que emprenden unos y otros desde el mismo viernes. El fin de semana y la semana pasan, el tiempo sigue, los cumpleaños se suceden y, finalmente, la casa se deja como el hostal donde una habitación acogió los objetos queridos y los pasillos, el vestíbulo o el salón comedor dieron a conocer el aspecto de unos padres que no tenían literalmente tiempo para nada, incluidos sus hijos.
Hijos legítimos de padres bondadosos que les colman de regalos y han dispuesto el testamento entero en su favor. Hijos mimados, enrolados en colegios exclusivos y con una generosa dotación para sus gastos. Hijos de padres que los desearon con gozo pero que, una vez sobrevenidos, no aciertan a desarrollar su ilusión inaugural puesto que los muchachos crecen aceleradamente, vertiginosamente y de una etapa pasan a la siguiente antes de que el padre y la madre, conjuntamente, pudieran haber intercambiado informaciones y criterios sobre el periodo anterior. Niños, en fin, tan solos filialmente como niños de la calle. La diferencia considerable, es que no sufren hambre, ni frío ni indigencia económica de ningún tipo. Sólo padecen, padres e hijos, una desolación aún sin nombre ni contabilidad.
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