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Columna
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Dialogar con terroristas

Lluís Bassets

Ahí asoma el rostro del viejo Henry Kissinger, relajado, ante una ancha mesa con Vladímir Putin. La foto es del mismo martes, tomada en las afueras de Moscú, con motivo de un encuentro privado entre el presidente ruso y el ex secretario de Estado norteamericano. Compite en las mesas de redacción con las tomadas el mismo día en Teherán, en las que se ve a dos personajes sonrientes, el ministro de Exteriores iraní Manuchehr Mottaki, y el alto representante europeo para la Política Exterior, Javier Solana. Nadie como Kissinger puede identificarse con la doctrina realista en política exterior, decaída e incluso maldita en la Casa Blanca desde los atentados del 11-S. Su mayor hazaña fue el viaje del presidente Richard Nixon a Pekín en 1972, un movimiento decisivo para aislar a Moscú en la Guerra Fría y, lo que es más importante, para sentar las bases de la próspera evolución posterior de China.

Es difícil ahora ni siquiera imaginar una foto de George W. Bush con el ayatolá Alí Jamenei. China no tenía relaciones diplomáticas con EE UU, y las heridas de la guerra de Corea, en la que se enfrentaron directamente tropas chinas y norteamericanas, estaban tan vivas como pueden estarlo ahora los dos episodios más hirientes del enfrentamiento entre Teherán y Washington. La toma de 444 rehenes en la ocupación de la Embajada norteamericana en Teherán y el rescate frustrado que terminó en tragedia se produjo hace 27 años y han pasado 23 desde que un camión-bomba de la guerrilla chiita proiraní de Líbano terminara con la vida de 241 marines. El armisticio de Corea se produjo sólo 19 años antes de que Nixon se fotografiara con Zu Enlai y Mao Zedong.

El hielo entre Washington y Teherán se ha resquebrajado ligera y súbitamente gracias a dos mensajes cruzados: primero, una larga carta de contenidos teológico-políticos del presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, al presidente norteamericano, George Bush; y luego, de vuelta, una declaración de Condoleezza Rice, en la que no falta ni uno sólo de los reproches sobre la amenaza que supone la adquisición del arma nuclear por un país clasificado como terrorista. Ahmadineyad no se ha dejado nada en el tintero, ni siquiera sus infamantes declaraciones sobre el Holocausto, impregnadas de antisemitismo; y tampoco Rice se ha olvidado de exigir como cuestión previa la paralización del programa nuclear iraní, cuestión en la que el régimen ha conseguido un amplio apoyo de la población.

Y sin embargo estos dos mensajes que en otras circunstancias hubieran alimentado la escalada han llevado a la distensión, facilitada luego por el acuerdo rápido en este G-6 creado ad hoc, formado por los cinco miembros del Consejo de Seguridad más Alemania, y encauzado por Javier Solana, el alto representante europeo, que, con este encargo multilateral de la comunidad internacional, ha visto revitalizado su puesto tras el revés que supuso para sus funciones el descarrilamiento de la Constitución europea.

Transitamos de nuevo el viejo y abandonado camino de la diplomacia internacional y del realismo. La radiante avenida de los neocons, con su guerra preventiva, su acción unilateral y la marginación de las instituciones internacionales está cortada y en ruinas. La superioridad tecnológica y militar norteamericanas, transustanciación metafísica de la superioridad moral y del destino manifiesto, se ha revelado una quimera humana, tan humana que ya nadie ocupa sus mentes en ella, ni siquiera para ahuyentar las imágenes del horror de Abu Ghraib, Guantánamo, Haditha y ese etcétera tan temible que se espera. Muchos de quienes han aconsejado al presidente aguerrido se hallan ahora en desbandada, algunos acosados por la justicia, otros en horas bajas, como el vicepresidente Dick Cheney o el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, o empleado en el Banco Mundial como Wolfowitz.

No hay que lanzar las campanas al vuelo tratándose de un régimen tan poco fiable y peligroso como el de los ayatolás. Los más radicales dirán que es la vía de la renuncia y del apaciguamiento. Los más pesimistas, del agotamiento de la vía diplomática para cargarse de razón y arrancar luego sanciones de la ONU. Los optimistas, de la exploración de la estrecha vereda del diálogo, que lleva a los contactos directos entre Washington y Teherán y puede concluir con plenas relaciones diplomáticas entre el Gran Satán que designó Jomeini y el mayor estado terrorista del Eje del Mal que denunció Bush; y al desarme y la distensión en la región. Ojalá tengan éstos razón, inchalá.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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