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Juventud, ¿divino tesoro?

Manuel Cruz

Ser joven ¿es un privilegio o una desgracia? He aquí una pregunta por completo absurda para un joven pero llena de sentido, al menos en apariencia, para una persona madura. Probablemente, antes de dar ni un solo paso argumentativo más, convendría empezar por puntualizar algo básico, y es lo que estamos entendiendo en el presente contexto por joven. La respuesta que propongo, en su simplicidad, intenta señalar el marco en el que creo que debiera plantearse la cuestión de la juventud. Sospecho que no hay más respuesta válida a la pregunta ¿qué es un joven? que la que sostiene que joven es aquel que es tenido por joven por su sociedad. Participaba hace pocas semanas en Roma en un debate sobre este asunto y a mi lado se sentaba un brillante colega de 30 años que fue presentado por el moderador como el representante de la juventud en la mesa redonda. No se requiere una enorme perspectiva histórica, sino tan sólo unos cuantos años y un poco de memoria para sonreír ante semejante presentación. Hace no tantas décadas, en muchísimos ámbitos alguien de esa misma edad era considerado, a todos los efectos, alguien hecho y derecho. Está claro, pues, que los confines de la juventud varían según la época y, dentro de una misma época, no son los mismos según la particular sociedad de que se trate.

Pero esta primera constatación, casi trivial, acerca de los límites está apuntando ya algo de mayor interés, referido al contenido mismo de la definición. En realidad, el término joven puede considerarse como un término meramente descriptivo (que refiere a aquellos individuos comprendidos entre determinadas edades, variables de acuerdo a cada situación histórica y social), pero cuyo significado depende de un concepto, el de juventud, que, en cuanto tal, sólo puede ser entendido como una construcción teórica. Construcción que, sin duda, toma pie en referencias cronológicas pero que, en lo fundamental, incorpora valoraciones culturales de muy variado signo.

Algunas de tales valoraciones se hacen visibles en nuestro propio lenguaje a través de los usos más habituales de las palabras "joven", "juvenil" o "jovialidad". Palabras que aceptan como sinónimos otras del tipo "nuevo", "fresco", "alegre", "divertido", "entusiasmo", "optimismo" y similares. Todas ellas -junto con muchas otras más que podríamos citar- señalan por lo pronto una consideración inequívocamente positiva del concepto, en la que parece destacarse, como rasgo fundamental, el hecho de tener toda la vida por delante, de disponer todavía, de acuerdo con un cierto relato teleológico de la propia existencia, del entero conjunto de posibilidades que a todos los humanos nos corresponden al nacer para que las aprovechemos o dilapidemos a voluntad. Se trata, es cierto, únicamente de un relato, pero de un relato que, con ligeras variantes, parece sólidamente instalado en el imaginario de la generación madura, cuya relación con los jóvenes oscila entre la envidia y la nostalgia, pero que, en cualquier caso, tiende a considerar aquella edad perdida como una especie de territorio mítico.

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El problema es que resulta difícil sostener que pueda defenderse de manera metafísica, ahistórica, una tal consideración de una época de la vida, pasando por alto las transformaciones que en el mundo real se hayan podido ir produciendo. Las desventuras concretas por las que atraviesan los jóvenes concretos de hoy (tanto referidas a trabajo estable, como a acceso a la vivienda digna y asequible y a otros asuntos) son algo público y notorio desde hace ya tiempo. Se me permitirá por ello que plantee la cuestión desde una perspectiva más general o abstracta. Si, como he intentado defender, juventud no es otra cosa que un concepto, podríamos caracterizar entonces el problema de los jóvenes afirmando que su dificultad mayor consiste en que vienen obligados por las circunstancias a vivir en el seno de un concepto que hoy resulta probablemente insostenible, al menos con las determinaciones con las que se le caracterizaba antaño y a las que hacíamos mención hace un momento. (No son los jóvenes los únicos que habitan en un territorio conceptual, por supuesto. Tal vez el paralelo más claro pueda establecerse con el ingreso de las personas maduras en los siempre inquietantes territorios de la vejez. Un par de muestras significativas de los problemas que plantea empezar a vivir en este último concepto son las representadas por los libros de Martin Amis, Experiencia, y el de Julian Barnes, La mesa limón).

Pero no basta a mi entender con rechazar, invirtiéndolo, el esquema heredado. Son muchos los que -de Horkheimer a Sex Pistols, dicho sea sin el más mínimo ánimo provocador o iconoclasta- han venido proclamando desde hace décadas que del escenario de las ideas válidas para nosotros desapareció definitivamente la de futuro, sin que tan solemne declaración haya ayudado en lo más mínimo a salir del embrollo en el que parecemos andar metidos. Acaso sea que tal diagnóstico, más allá de su aparente rotundidad, tampoco percibía con claridad lo específico de nuestra situación actual. Otro clásico -esta vez, Reinhart Koselleck en su fundamental libro Futuro pasado- caracterizaba al tiempo presente por el abismo que se había ido produciendo entre el mundo de la experiencia y el horizonte de expectativas. Este último se habría reducido de tal manera que apenas otra cosa parece que nossea dado esperar que la mera reiteración de lo existente, que la perseverancia del ser (y el mal que lo acompaña) en sí mismo.

Quizá sea esta volatilización del futuro la que explique en gran medida el creciente interés que viene despertando el pasado en nuestras sociedades, empeñadas en extraer de lo ocurrido unas energías transformadoras que, según parece, el presente es incapaz de proporcionar ("la historia no es lo que sucede, es el remedio que aceptamos para la realidad", declaraba un personaje de la novela El testigo, de Juan Villoro). No habría que descartar que el error consista en abandonar tan rápidamente la idea de futuro, en vez de reconsiderarla de manera correcta. Esto es, dejando de representarla, a la antigua usanza, como ese territorio a salvo donde depositamos ilusiones, esperanzas y sueños, para pasar a verla como un espacio que alberga el conflicto en su seno. La pugna dejó de ser hace mucho entre antiguos y modernos, entre pasado y futuro. La pugna ya sólo puede ser pugna por el futuro, correspondiendo a los sectores que tradicionalmente alzaban la bandera de la transformación la responsabilidad de reabrirlo, de hacer surgir de su seno los elementos para neutralizar lo peor de lo que se nos avecina. En todo caso, limitarse a negar el futuro, declararlo desaparecido sin más, es como regalárselo a los enemigos. El joven que, en el doble sentido de la palabra, hipoteca sus próximos 30 o 40 años a cambio de una vivienda digna no está renunciando al futuro: está aceptando, a su pesar, que no hay otro que el que le marcan los grandes poderes económicos. Curioso el doble lenguaje que ha terminado por imponérsenos: para unos la terminología de la precariedad, la inestabilidad y la incertidumbre. Para otros, las inversiones estratégicas, los proyectos a largo plazo y demás expresiones que denotan la confianza en que determinados aspectos, referidos a la propiedad y a las estructuras básicas que rigen el orden económico y el poder político en nuestras sociedades, no se verán alterados.

Urge combatir este doble lenguaje, y no se me ocurre más eficaz forma de hacerlo que a través de la política. Pero no de cualquier política, claro está. La política que urge es una política capaz de generar nuevos y verosímiles horizontes de expectativas. Una política que empezará por asumir adecuadamente los rasgos de ese futuro, a fin de no contribuir al mantenimiento de la confusión entre lo que podríamos denominar la fenomenología del futuro y su estructura profunda. Y que luego, a continuación, emprendiera con determinación la batalla por un mundo más habitable. Probablemente tampoco será ésta la batalla final, pero seguro que no consistirá en una mera reedición de las anteriores. Porque deberá librarse en nuevos escenarios, porque a ella se incorporarán actores hasta ahora silenciosos y porque -como ya se ha empezado a ver- los contendientes utilizarán cuantos procedimientos tengan a su alcance para que su lucha obtenga la máxima repercusión. Si he conseguido explicarme mínimamente, no debiera haber margen alguno para la confusión. Nada tiene que ver, ciertamente, esta política que se está reclamando con la obscena y autocomplaciente politiquería de la que tantas muestras venimos soportando por aquí desde hace demasiado tiempo. Una politiquería empeñada -¿sin saberlo?- en perpetuar un horizonte colectivo engañoso, un horizonte vacío de auténticas expectativas, pero abarrotado, eso sí, de imaginarios inútiles, de actualizadas versiones, apenas travestidas, de lo sagrado. Si fuera joven, a los políticos que se dedican a tales tareas -en vez de a las efectivamente necesarias- les dedicaría algún calificativo rotundo, contundente, irreversible. Como ya no lo soy, me limito tan sólo a suplicarles: por favor, no molesten.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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