Capitanes sin sombrero
En 1948, el líder comunista checo Klement Gottwald salió al balcón del palacio de Praga acompañado por otros miembros del Partido para dirigirse a la multitud que llenaba la Plaza Vieja en uno de los momentos cruciales de la historia de Bohemia. El departamento de propaganda inmortalizó aquel momento con una fotografía que se difundió hasta la última aldea de la República. Hacía frío y la nieve revoloteaba sobre las cabezas de los dirigentes. Entonces, uno de ellos, Clementis, se quitó su gorro de pieles y se lo ofreció a Gottwald en un gesto de cortesía patriótica.
Cuatro años más tarde, el camarada sin sombrero fue acusado de traición y a partir de ese momento se le borró de la Historia de un plumazo como si jamás hubiera existido. La foto oficial del balcón fue trucada, y en el sitio donde estaba Clementis aparecía sólo una pared vacía. El único rastro que quedó de su existencia fue su sombrero en la cabeza de Gottwald, como cuenta Milan Kundera en El libro de la risa y del olvido.
Esa clase de manipulación fue moneda corriente durante las persecuciones políticas y las purgas en todos los regímenes totalitarios. Tal vez por eso el restablecimiento de la memoria ha sido siempre una de las voluntades democráticas más irrenunciables. Y es en honor a una parte de esa memoria silenciada que quiero recordar aquí un episodio de la transición, del que ahora se cumplen treinta años y del que no he visto ningún recordatorio ni mención en los muchos programas y recopilaciones que se han hecho al respecto. Me refiero al Consejo de guerra contra nueve oficiales demócratas que se celebró en marzo de 1976 en Hoyo de Manzanares, y por el que fueron condenados a un total de 42 años de cárcel 6 meses y un día.
Tal vez el miedo a levantar ampollas en este ejército de hoy, todavía tan arcaico en ocasiones, ha llevado a algunos a considerar que sería mejor no mentar el asunto de los militares de la Unión Militar Democrática, ni reconocerles su contribución a la normalización política de nuestro país. En más de una ocasión el Congreso estuvo a punto de brindarles este reconocimiento, pero ciertos incidentes militares de signo muy distinto acabaron desaconsejando el homenaje. Puede que en un país como el nuestro tan escarmentado por los sustos castrenses resulte hasta cierto punto comprensible esta actitud, pero negar aquellos hechos no sólo me parece un agravio personal a unos hombres que tuvieron el coraje de defender sus ideales democráticos en uno de los reductos en los que resultaba más arriesgado hacerlo, sino un error histórico y político igual de grave que meter en el mismo saco a los militares leales a la República con los mandos fascistas que se sublevaron contra ella.
Todo empezó en el año 1975. Portugal había estrenado la primavera un año antes con aquel milagro florido que fue la revolución de los claveles. Pero aquí todo seguía ocurriendo en blanco y negro, menos el cine. Fue el año de Amarcord, de Fellini, el de la salida de los americanos de Saigón, el año en que Alberti publicó su Arboleda perdida y el de las manifestaciones por la amnistía. En medio de aquel horizonte de gases lacrimógenos, hasta los pilares más firmes del régimen empezaban a tambalearse. Un grupo de oficiales demócratas había decidido romper las filas de aquel ejército que seguía marchando por el imperio hacia Dios. Eran jóvenes, casi todos universitarios y habían seguido con el corazón los compases del Grândola, vila morena. Pero no contaron con el último coletazo del dragón.
La madrugada del 29 de julio, a la misma hora intempestiva, varios efectivos comandados por los Servicios de Información Militar irrumpieron a punta de pistola en los domicilios de nueve oficiales. Los detenidos fueron el comandante Luís Otero y los capitanes Martín Consuegra, Valero, Ibarra, García Márquez, Reilein, Ruiz Cillero, Fernández Lago y mi padre, el capitán Fortes. En todas las casas registradas los agentes de los Servicios Secretos se encontraron el mismo paisaje familiar de niños somnolientos, descalzos y en pijama por el pasillo, que no entendían por qué motivo aquellos señores tan mal encarados tenían que llevarse a su padre.
Después vino el andar de aquí para allá, los desvelos de los amigos. Mi madre iba de prisión en prisión, mientras nosotros nos quedábamos con mi abuela, acostumbrándonos a vivir vigilados, a levantar el teléfono a cualquier hora y escuchar la misma amenaza brutal. Hoy resulta difícil creer que pudiera haber gente capaz de soltar semejantes barbaridades por un auricular y de llamar a una casa en la que sólo vivía una anciana y cinco niños. Sin embargo, había gente capaz de eso y de mucho más, de insultarnos por la calle en una ciudad pequeña donde nos conocíamos todo. Son cosas que no se olvidan, aunque los recuerdos que finalmente echan raíces en la memoria son otros muy distintos. Es por ejemplo la imagen de Luís Otero en el Castillo del Hacho con barba de tres días y pinta de Steve MacQueen, bromeando con protagonizar una fuga al estilo de La gran evasión; o mi hermano Carlos parando un penalti lanzado por mi padre en el patio durante la hora de visita; o Tierno Galván con un abrigo gris sosteniendo junto a la garita de control una tarta de Navidad. Aunque nadie pensaba en regalos, no dejábamos de ser niños y sobre todo los más pequeños albergaban una lejana, minúscula esperanza de que los Reyes Magos hicieran un milagro. Pues bien, el milagro sucedió. La mañana del 6 de enero, bajo el árbol apareció una caja sellada con las letras rojas de Amnistía Internacional y el emblema de la vela rodeada por un alambre de espino. En su interior había ropa, cuadernos para dibujar, una cometa y algunos libros de aventuras. Después supe que Peter Benenson, el fundador de Amnistía, había mantenido desde joven contacto con los republicanos españoles exiliados en Inglaterra, y una de sus principales fijaciones durante años fue concienciar al mundo de la represión que sufrían los presos políticos en las cárceles franquistas. No sé si fue por esta querencia o quizá por alguna clase de justicia poética que Peter Benenson apareció en nuestras vidas aquella navidad de 1975.
En los meses siguientes, el aire se fue tensando a medida que lo traspasaban las noticias de Radio París y la BBC. Pensaba muchas cosas mientras atravesábamos en coche aquellas lomas de Hoyo de Manzanares, donde unos meses antes habían sido fusilados cinco militantes antifascistas, unos riscos pelados salpicados por la nieve de hace treinta años y por los tricornios de la Guardia Civil a caballo.
Del aquel Consejo de guerra quedan numerosas fotos de banquillo individuales y en grupo, pero sobre todo queda una imagen familiar de los nueve procesados rodeados por una caterva de chiquillos de todas las edades que éramos nosotros con gorros y bufandas invernales. En primera fila a la izquierda se ve una niña de cinco o seis años, de morros, con un peto vaquero, que lleva calada hasta la nariz la gorra de capitán de su padre, el oficial de infantería Toni García Márquez, que nadie consiguió arrebatarle. Como el sombrero en la cabeza de Gottwald.
Susana Fortes es escritora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.