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Reportaje:

Un hogar en la marquesina

Quince personas 'sin techo' pasan la vida en una de las paradas de autobús de la plaza de Tirso de Molina

Daniel Verdú

Las intermitencias de sus vidas las marcan las puertas de los autobuses que se abren y se cierran ante sus ojos. Cada día, hasta 15 indigentes que viven en los alrededores de la céntrica plaza de Tirso de Molina pasan las horas charlando, fumando y bebiendo cerveza sentados en una de las marquesinas de la EMT. Como esperando a Godot. Los autobuses pasan, pero ellos permanecen. Los vecinos y algunos comercios de la zona conviven con verdadero hastío con la situación. Pero ellos no piensan moverse. Es su barrio y, dicen, no tienen otro sitio a donde ir.

A las doce del mediodía, cinco indigentes conversan con una lata de cerveza en la mano en la parada de autobús. Son Juan Carlos, Sara, Lolo, Mohamed y Lorenzo. Bajo un sol de justicia hablan con los ojos entornados. Llevan consigo todos sus bártulos. Latas, mantas y poca ropa, muy poca. En una bolsa guardan siete piñas. "Las han tirado a la basura los del supermercado, pero míralas, esto no es basura", dice Sara Álvarez, de 38 años, gordita y con aspecto saludable. Las piñas no parecen malas. "Luego las vendemos en el mercado de la Cebada", añade.

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La plaza de Tirso de Molina ha sido durante años lugar de encuentro, ocio y albergue de un nutrido grupo de indigentes. Pero desde el pasado agosto las obras de construcción del futuro mercado de las flores, que costará 2,3 millones de euros -sin contar los puestos de flores, que supondrán unos 700.000 euros más- y que estaba previsto que fuese inaugurada el próximo verano, ha desplazado sus vidas a las calles aledañas. "Hasta hace poco todavía dormíamos dentro de la plaza, pero nos enfadamos con los obreros y ya no nos dejan quedar", explica Juan Carlos Rojas, de 38 años y uno de los más veteranos en la zona. Los obreros, más que por un enfado, alegan que "alguna máquina podría hacerles daño".

Los vecinos de la zona están hartos. Se quejan de la suciedad y del aspecto de degradación de la calle. Algunos han empezado a recoger firmas para que el Ayuntamiento tome medidas. "No es que den problemas ni que tengamos miedo de los indigentes, porque no son violentos, pero es desagradable encontrarse con toda esa suciedad cada mañana", explica Pedro García, uno de los vecinos del inmueble de enfrente a la marquesina. "Pero esto no tiene solución. Sacarlos de aquí sería sólo desplazar el problema a otra zona", confiesa resignado.

Sobre las ocho y media de la mañana, unos operarios del Ayuntamiento limpian la parada de autobús que, en tan sólo 24 horas, se queda llena de basura. Enfrente de la marquesina hay un supermercado. "Muchos roban comida y la revenden justo en la puerta. Aunque otros pagan lo que se llevan, casi siempre vino", explica Ana María, la encargada de seguridad del supermercado Lidl. En ese momento una señora alerta a la vigilante del establecimiento de que alguien estaba robando en el fondo del local. "Ya, señora, pero es que no damos abasto, roban tanto...", arguye la vigilante. Fuentes policiales, sin embargo, aseguran que el nivel de delincuencia que presenta el grupo de indigentes de Tirso de Molina es "mínimo".

La vida de estas personas transcurre en un radio de 100 metros. "Cuando hace calor nos vamos de la marquesina a la acera de enfrente, que tiene un poco más de sombra", explica Sara. "Pero algún vecino alguna vez nos ha tirado cubos de agua con lejía", dice indignada. La gente cree que estamos en la calle porque queremos", explica poniéndose seria antes de comenzar un discurso sobre la carestía de la vivienda. "Somos el resultado de algo que no funciona bien en este país", concluye.

Sara vive en la calle desde 2003. Estaba enganchada a la heroína. "Me quité a pelo, sin ayuda de nadie", presume. Perdió la vivienda y se vio dando tumbos de pensión en pensión. "Hace unos meses pagué el alquiler y la fianza de una habitación, pero luego no me la dieron. Me timaron 700 euros.", explica. Cada cierto tiempo se va con Mohammed a "trabajar a Castilla, al campo". Duerme en la calle y se apaña como puede. De vez en cuando encuentra algún lugar para ducharse. "Hace poco fui a los baños del mercado de la Cebada, que tienen agua caliente, y el de seguridad me sacó a golpes", denuncia.

En una hora se va con el resto al comedor social de la cercana calle de Mesón de Paredes. "Dan una comida que apesta, pero es lo que hay", explica con cara de asco. Desayunan en el comedor Ave María, en la calle del Doctor Cortezo, al lado de los cines Ideal. Llegada la noche, el Ayuntamiento asegura que suele ofrecerles una cama en algún albergue municipal. Pero la mayoría de los indigentes termina el día durmiendo a la intemperie, siempre a escasos metros de la marquesina de la plaza de Tirso de Molina.

Cuando el Consistorio comenzó la remodelación de la plaza, el alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, y la concejal de Medio Ambiente, Paz González, se mostraron esperanzados de que los sin techo buscarían "un entorno con menos vida". Pero no hablaron de ningún plan específico. "¿Cuando acaben la reforma? La inauguraremos", responde Juan Carlos en tono sarcástico. "Si no podemos dormir aquí, pues nos quedamos despiertos", insiste.

Ahora, varios meses después, y con los mismos actores de la marginalidad esperando autobuses que nunca llegan, el Ayuntamiento admite que sigue sin tener ninguna idea especial sobre el asunto. "Todas estas personas están controladas, pero no puede sacarse de la calle a quien no quiere", alegan fuentes municipales.

El Rojas, como le conoce la policía, nació en Cascorro hace 34 años. "Soy del barrio; todo el mundo me conoce. Pregunta por ahí", insiste. Sus mejillas enjutas sorben hacia dentro todo un rostro consumido por la heroína. Son muchos viajes en cunda "a ligar caballo" al poblado de Pitis. Se queja de que la policía siempre le pide cuentas a él de todo. "Mira lo que me han hecho", dice. Se levanta la camiseta y muestra la espalda llena de moratones y heridas. Los viajeros que esperan el autobús en la misma marquesina contemplan la secuencia de reojo. El Rojas sigue con sus historias, pero Lolo le interrumpe: "¿Sabes que esta plaza hace mucho era un viñedo?", pregunta haciendo gala de su sabiduría.

En ese momento llegan varios policías nacionales. Piden la documentación a todos los que están en la marquesina. Todo en regla. Vuelven a sus motos y se marchan. "Siempre hacen lo mismo. Pero no estamos haciendo nada ilegal", proclama Lolo con aburrimiento.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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