El riesgo autonómico
LA TOMA EN CONSIDERACIÓN, el pasado martes, por el Congreso de la propuesta de un nuevo Estatuto de Andalucía continúa el proceso de reformas del Estado de las Autonomías iniciado por las comunidades de Valencia (cuyo nueva carta fue promulgada el 11 de abril) y Cataluña (pendiente del referéndum del 18 de junio). Todos los grupos -con excepción del PP- dieron el visto bueno al arranque del trámite parlamentario singular reservado a las cuatro comunidades que accedieron a la autonomía por la vía del artículo 151 de la Constitución: elaboración de una ponencia con presencia paritaria de los representantes del Parlamento andaluz, dictamen de la Comisión Constitucional, debate del pleno del Congreso, repetición de las mismas etapas procesales por el Senado y finalmente referéndum popular de ratificación.
La secuencia de las reformas estatutarias emprendidas durante esta legislatura abre una nueva etapa del funcionamiento del Estado de las autonomías creado por la Constitución de 1978
El PP afronta el dilema de elegir entre permanecer marginado -como en Cataluña- del consenso sobre el Estatuto andaluz o sumarse al acuerdo -como en Valencia- a través de la negociación de enmiendas durante el proceso legislativo. Rajoy llevó al debate de la toma en consideración de la propuesta su teatrito de catástrofes para poner de nuevo en escena la monótona tragicomedia de la pérdida de España por la conjura de socialistas y nacionalistas; no invocó, sin embargo, la delirante conexión establecida por el eurodiputado Jaime Mayor Oreja entre el nuevo Estatuto andaluz y el fenómeno islamista (sic). Pero la tramitación de la ley orgánica abre al PP la posibilidad de participar activamente en las modificaciones de la propuesta dirigidas a suprimir preceptos inconstitucionales y a compaginar las reivindicaciones autonómicas y los intereses estatales: el nuevo Estatuto será un pacto entre el Parlamento andaluz y las Cortes Generales. La experiencia de la transición enseña que el consenso exige siempre de los interlocutores la voluntad de entender la posición del contrario y la disposición a ceder parte de las pretensiones propias.
El problema estratégico de los dirigentes populares no es sólo que Andalucía siga el camino de Valencia y Cataluña. Tras la resaca de la devolución por el Congreso del plan Ibarretxe, el País Vasco volverá a la carga tan pronto como se despeje el panorama del posible final dialogado de la violencia. Los parlamentos de otras cinco comunidades -Canarias, Aragón, Baleares, Castilla-La Mancha y Galicia - anuncian el propósito de enviar próximamente a las Cortes sus reformas estatutarias. Asturias, Castilla-León, La Rioja y Murcia forman parte de una lista de espera a la que podrían incorporarse en un inmediato futuro -si el proceso de revisión autonómica siguiese adelante- Cantabria, Madrid, Navarra y Extremadura.
Los críticos de las reformas estaturias subrayan -con razón- los éxitos obtenidos por el Estado de las Autonomías en 25 años y dan por descontado -sin argumentos concluyentes, en cambio- que sus estructuras quedarán asoladas por la oleada revisionista. Pero la distribución territorial del poder diseñada por la Constitución para desmantelar el centralismo franquista también tuvo en su día feroces adversarios: en mayo de 1979, Aznar escribía que el Estado de las Autonomías era "una charlotada intolerable que ofende al sentido común". Creado para moderar las tendencias centrífugas de los nacionalismos vasco y catalán, el referéndum andaluz de 1980 y los pactos autonómicos de 1981 (firmados por UCD y PSOE pero boicoteados por Fraga) generalizaron a todas las comunidades el modelo asimétrico inicial. En su libro Retóricas de la intransigencia (Fondo de Cultura, 1991) Albert O. Hirschmann muestra que el temor al riesgo es el arma preferida -junto a los argumentos de la perversidad y la futilidad- para combatir las decisiones innovadoras: las profecías sobre las catastróficas consecuencias de los remozados Estatutos de Valencia, Cataluña y Andalucía cumplen esa tarea disuasoria. En cualquier caso, el futuro del Estado de las Autonomías no dependerá tanto de su conformación legal como de la capacidad para gestionarlo con eficacia, funcionalidad y honradez.
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