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Columna
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El malestar de los profesionales

La actualidad apesta. La política y sus políticos pringados, la cultura y sus basuras, el trabajo y su retribución de mierda, la corrupción llevada hasta los sellos. Gran parte de la población desearía haber vivido en otra época y la proclama progresista de máxima aceptación coincide con el amor a lo natural, el viaje de regreso a la Naturaleza. A falta de ideologías con peso, el ideal político se funde con el aire limpio, la información transparente o los alimentos sin aditivos.

Frente al entusiasmo por conquistar el futuro ha crecido la devoción por abrazar el pasado perfecto. ¿Real? ¿Imaginario? Lo decisivo del proyecto consiste en no dar un paso más en la dirección actual. Moratoria nuclear, suspensión de experimentos en bioingeniería, prohibición de transgénicos, de la pesca o la caza intensivas y de la construcción marbellí. Aquellas medidas asociadas a la contención (¿represión?) parecen incuestionablemente buenas porque gracias a su aplicación se detiene el camino hacia delante y se instaura un impasse que evita, al menos, lo peor.

Paradójicamente, nada parece más digno de encomio que la conservación o la rehabilitación, mientras poco resulta más noble y humano que el progresismo vuelto al revés. Curiosamente, el más digno movimiento moral casi coincide con el inmovilismo, y la izquierda, despistada y debilitada efectivamente para reconducir la situación, cuando interviene es, sobre todo, para decir NO.

El inmovilismo, elevado a categoría moral, brinda también tranquilidad espiritual. Porque no sólo impera un miedo general e indefinible al futuro sino un gran recelo sobre múltiples aspectos del presente. Si de un lado, la derecha, los neoliberales, aparecen hoy como neoprogresistas, los de izquierdas se afirman en una acción al revés. Francamente, en este desconcierto de los últimos veinte años, todo lo que se le ocurre a la nueva izquierda es decir NO. Oponerse a la tendencia para, al menos, ganar tiempo y muñir una alternativa mejor.

Pero esta alternativa, contra las apariencias, va floreciendo ya, en paralelo a la angustia y al margen de los líderes. Se trata de un movimiento en el que la comunidad se reencuentra, se implica horizontalmente e inaugura una vindicación fuerte y humana. Lo curioso, además, de esta corriente es que fluye por donde menos podía esperar la izquierda tradicional. Porque tal revulsión no surge de la clase obrera o de sus vanguardias. Procede de una amplia clase profesional sucesora de la burguesía donde actualmente tienen lugar nuevas y violentas contradicciones: la opresión en el trabajo o la explotación veinticuatro horas sobre veinticuatro, la pérdida de la vida familiar, la estafa de la política de la vivienda, de la política sanitaria, de la política educativa, de la política total; la ansiedad o la depresión rampantes que generan el hiperindividualismo y la desigualdad, el desacuerdo entre formación y demanda laboral, la quiebra en la relación esfuerzo y recompensa, el deterioro en la calidad de la vida, de la democracia, de la justicia, de la honestidad.

De esta plantación de malestar nace la sorda revolución que construyen gentes bien vestidas, con años de estudio, inversiones en bolsa y variados conocimientos de inglés. Mientras los obreros más tópicos han venido asumiendo parlamentos de derechas, un ejército de profesionales cualificados pugna en el sentido de una nueva izquierda en trance de formación. Todos estos profesionales son o serán antisistema, detractores de las actuales relaciones sociales de producción. Ni conocen ni les suena apropiadamente el marxismo. Tampoco son idealistas ni componen una oleada romántica cargada de individualismos poéticos. La clave de su espíritu contestatario -y progresista- es que se vive diariamente, se contagia fácilmente y provocará, debido a su saber y a su fuerza, el vuelco que está exigiendo la nueva gran idea del progreso y del bienestar, privado y social.

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