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Columna
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Ahora hay que matar un teatro

Como, al parecer, ahora le tocaba el turno de la destrucción al Teatro Albéniz, Juan Urbano cruzó la Puerta del Sol y fue hasta la calle de la Paz con una cámara de fotos en la mano y todas las ventanas de la memoria abiertas de par en par. Quería despedirse preventivamente de ese edificio, porque había oído rumores de que su dueño lo había vendido a una inmobiliaria y, en consecuencia, muy pronto iba a ser derribado. Seguro que mañana mismo iba a salir la presidenta de la Comunidad, en la televisión diciendo que el Albéniz no desaparecería, pero si se derribaba, ella iba a construir, en compensación, no sé cuántos teatros más en la ciudad.

Pero ya se sabe que en este Madrid, aquí y ahora, lo que va después de los rumores son las grúas, las taladradoras, las zanjas, las hormigoneras... A ver qué pasaba, pero, desde luego, los primeros pasos del crimen cultural ya se habían dado y empezaban a verse, aquí y allá, esas huellas oscuras que los especuladores dejan sobre el polvo de cemento que cubre las calles por donde pasan. Unas huellas que pueden comenzar en cualquier parte, pero que siempre acaban en la caja fuerte de un banco.

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El mundo de la escena se moviliza para impedir el derribo del Albéniz

El Teatro Albéniz, de acuerdo con el Plan de Ordenación Urbana de Madrid, debía disfrutar de un nivel de protección 1, dado su valor histórico y su condición de patrimonio cultural o artístico de la ciudad, por lo que tendría que ser invulnerable. Pero y qué: una sentencia de la propia Comunidad de Madrid rebajó esa categoría y asunto arreglado. Es decir, lo de siempre: que primero le habían quitado los galones y arrancado la armadura, y ahora se disponían a clavarle la espada.

Juan Urbano recordó las obras que había visto en el Albéniz, los espectáculos de danza, los conciertos..., y tuvo una amarga sensación de pérdida: tal vez muy pronto, al pasar por ese mismo lugar que ahora observaba melancólicamente, con unos ojos en los que ya trabajaban las arañas negras de la nostalgia, no estaría allí el teatro sino un bloque de pisos, o una hamburguesería, o unos grandes almacenes, o un hipermercado. Qué horror, ese modo en que los destructores que construyen Madrid tiran todos los puentes que van de la memoria a la mirada. Y qué disparate, ir borrando del mapa los símbolos de una ciudad hasta conseguir que ya no tenga Historia, sino sólo futuro. El caso es que la Comunidad de Madrid iba a permitir que desapareciese otro teatro y que pronto, con baronesas o sin ellas, el Ayuntamiento iba a destruir el Paseo del Prado y talaría los árboles maravillosos que hacen de él un lugar de otro tiempo dentro de éste ahora de satélites, cibercafés y teléfonos móviles.

Irían con una gran sonrisa en el rostro y una motosierra en las manos, y mientras las acacias japonesas y los robles caían, ellos seguirían prometiendo grandes zonas verdes, bosques interminables, un nuevo jardín del Retiro en cada esquina de la capital.

Las mentiras se alimentan unas a otras, con lo cual salen gratis. Y, en el fondo, tampoco les importa demasiado porque, en este asunto, cualquier discurso vale si acaba desembocando en la palabra "dinero". Una ruina, en sentido literal.

Juan siguió allí unos minutos, y luego se fue caminando lentamente hacia la Plaza Mayor, más que nada por poder pasar la mañana en un lugar que, supuestamente, no terminaría también cayendo bajo el argumento de los túneles y los martillos. "O quién sabe", se dijo, cayendo en un profundo pozo de pesimismo, "igual se les ocurre hacerle también una remodelación y, cualquier día, dentro de no mucho, cuando alguien lea, por ejemplo, una novela de Benito Pérez Galdós, tal vez Fortunata y Jacinta, no sabrá exactamente de qué está hablando su autor, ni cómo serían en el pasado esos sitios por los que caminan sus personajes".

Ver para creer y vivir para dejar de ver, podría ser el lema que explicase esta época devastadora que padece nuestra ciudad. Sintiéndose algo mareado, Juan Urbano se sentó en una de las terrazas de la Plaza Mayor y pidió un café bien caliente. Después, decidió salir de aquella pesadumbre y se puso a pensar en su chica bonita, con la que tanto le gustaba pasear por ese Madrid que iban tachando implacablemente sus gobernantes. Esa misma noche, irían a ver lo que estuvieran dando en el Albéniz, porque quién sabe si no habría más oportunidades y ésa sería la última.

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