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Columna
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La princesa blasfema

Lluís Bassets

Llegó desde África sin papeles en 1992 y 14 años después se va a Washington convertida en una celebridad a trabajar para un think tank conservador. Entró en Europa como creyente, simpatizante de una cofradía como los Hermanos Musulmanes, y sale como atea declarada, pero se reconoce de cultura musulmana y alguna simpatía manifiesta hacia el cristianismo. La acogió la izquierda pero la despide la derecha.

Ayaan Hirshi Alí emigró a Europa hace 14 años de forma dudosamente legal y ha triunfado en la sociedad de acogida, hasta el punto de convertirse en un revulsivo de la política holandesa y en uno de los personajes más destacados de la escena mundial. Es una historia ejemplar del mundo globalizado, que contrasta con las innumerables historias de muerte, dolor y fracasos de quienes se quedan, perecen en el viaje de huida o apenas malviven en el mundo desarrollado. Su causa, la emancipación de la mujer musulmana, la ha llevado muy lejos: al Parlamento holandés, a una amenaza de muerte de los islamistas radicales -desde el asesinato de Theo Van Gogh, su socio en la película Sumisión-, y a convertirse en motivo de una crisis en el partido donde ahora militaba y de la que era diputada, el liberal VVD.

Todo vale para salir de esta poza oscura. Una patera, un visado de turista o unos datos falsos que permitan acogerse al derecho de asilo. ¿O no? Esta mujer modificó dos datos sin importancia de su biografía: el apellido Alí, en vez de Magan, y dos años de más que sumó a su edad real. Pero añadió otro que sí tenía relevancia para obtener el asilo: ocultó que llegaba de Kenia, donde pasó 11 años, y no de su país, Somalia, que sufría una hambruna y ardía en plena guerra civil. Adujo que su familia la obligaba a aceptar un matrimonio concertado, algo que luego también ha sido objeto de discusión pero no ofrece muchas dudas: es lo que les sucede a todas las muchachas somalíes y de otros países islámicos y lo que seguro que ha podido evitar quedándose en Holanda.

Las mentiras de Ayaan han sido ahora motivo para que la ministra del Interior, Rita Verdonk, le retirara la nacionalidad holandesa y la obligara a abandonar el Parlamento. La decisión tiene mucha retranca, porque Hirsi Alí ha apoyado las políticas de rigor con la inmigración: como muchos inmigrantes, se ha apuntado a controlar las entradas una vez ella ya estaba dentro, pero esta vez se ha pillado los dedos en la puerta, aunque sólo por unas horas. Hay que ser muy alcornoque para quitarle la nacionalidad a una persona amenazada de muerte, que se dedica a combatir por la emancipación de la mujer, aunque sea de forma polémica y discutible. Y que además ha recibido de un tribunal la orden de desalojar su apartamento ante las denuncias de los vecinos amedrentados por las amenazas que sufre y molestos por los numerosos escoltas que protegen su vida. Pero Hirsi Ali es una personalidad internacional a estas alturas a la que no van arruinar esos datos falsos. La ministra no ha calculado su fuerza y prestigio. Y de ahí que al final haya tenido que echarse para atrás.

Los ademanes, la energía, el rostro de esta mujer son aristocráticos. Es una princesa rebelde del islam, llena de ambición, orgullosa y valiente, capaz de blasfemar contra Mahoma y quedarse tan ancha. Hay que leer su libro y sus conferencias (Yo acuso. Defensa de la emancipación de las mujeres musulmanas, Galaxia Gutemberg), donde luce de orígenes familiares, 800 años atrás, que se remontan a Arabia y de un padre que en algún momento fue "el hombre más importante de Somalia". Su personalidad ha debido ser un incordio para su partido y para un sistema como el holandés basado en el consenso y en la coalición.

Hirsi Alí se irá igualmente a Estados Unidos. Necesita horizontes más anchos que los de un pequeño país de la pequeña Europa. ¿Queremos los europeos una inmigración de calidad, preparada para incorporarse a la sociedad de acogida, y que pueda aportar además su talento en trabajos cualificados y su inteligencia política e incluso sus disparates y sus errores a la integración de los inmigrantes y del Islam europeo? Primero los socialdemócratas y ahora los liberales holandeses se han dejado perder una bandera. También Holanda, el país de la tolerancia ahora sumido en el desconcierto. El turno es de los neocons norteamericanos, que tendrán la oportunidad de sacarle partido. No es difícil que en Estados Unidos haga estragos. El mayor riesgo para ella misma es que se convierta en una enseña de Bush y de sus amigos, justo en la pendiente de su decadencia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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