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Columna
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Tragedia

Rosa Montero

Hace algún tiempo, mientras viajaba en un atestado trenecito por los Andes peruanos, alabé la belleza de un bebé de meses, y su madre, una india quechua que apenas sabía castellano, intentó regalármelo. Lo decía en serio y no pedía dinero a cambio; sólo estaba convencida de que el bebé, y ella misma, y sus otros hijos, estarían mejor si esa gringa desconocida (allí todos los extranjeros somos gringos) se llevaba al pequeño. Esta estremecedora anécdota es un perfecto emblema de la tragedia de los indígenas andinos, seres dulces y humildes que han sido explotados bárbaramente a lo largo de la historia. Analfabetos, paupérrimos y olvidados de todos, sus vidas son de un dramatismo sobrecogedor. Incluso sus músicas festivas, como los huaynos, son tristísimas.

Digo todo esto al hilo de la llegada de Evo Morales al poder, y del paternalismo compasivo con que fue recibido por gran parte de la sociedad española. Porque sin duda hubo paternalismo, por muy bien intencionado que fuera, en la manera en que se le justificó su famoso jersey. También hubo una mala conciencia inevitable, porque en verdad es atroz que nosotros tengamos tanto y otros tengan tan poco. Por último, emocionaba sentir el ensueño romántico de la justicia histórica y la esperanza de que los desheredados de la Tierra se hicieran dueños de su destino.

Pero la realidad es obcecada. Los sueños románticos son tan mentirosos como las películas de Hollywood, y a menudo los soñadores sociales terminan siendo peligrosos. Porque no se pueden crear paraísos en este mundo, y aquellos que intentan imponerlos construyen infiernos. Lo malo no son las pérdidas (pequeñas) de Repsol, sino ver a Morales besándose con un cacique demagógico como Chávez y con un dictador senil como Castro. Y aún me inquieta más esa foto de Evo en una planta de gas con un cartel que dice: "Nacionalizado. Propiedad de los bolivianos". Porque la historia ha demostrado que cada vez que los medios de producción y el poder pasan supuestamente a manos del pueblo, el pueblo controla cada vez menos no sólo la riqueza y la vida pública, sino también su propia libertad y la vida privada. Ojalá me equivoque, pero todo esto da miedo, y sobre todo pena.

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