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Reportaje:

La huella de Miguel Fisac

La capital adeuda al artista fallecido el viernes buena parte de su mejor arquitectura

La muerte a los 92 años de Miguel Fisac, arquitecto manchego de Daimiel enraizado en Madrid, deja a la ciudad huérfana de uno de sus hijos de adopción que, en mayor y mejor medida, dibujó los rasgos de la modernidad sobre el rostro de la ciudad.

Aquí se hizo arquitecto en 1942. Los puntos cardinales de Madrid se ven signados por obras suyas. Algunas ya no subsisten. Es el caso de la Pagoda, menos conocida como Edificio de los Laboratorios Jorba, sobre la autopista de Barajas, en el noreste. Fue expresión del interés de su autor por conocer, y encontrar, vínculos con otras culturas. La torsión alterna de sus cinco plantas cuadradas de 17 metros de lado y sus picos semejantes a los que rematan las cornisas de los templos chinos, sugieren un movimiento inducido por enormes aspas.

Pese a su belleza, creada entre 1965 y 1967 por Fisac, sufrió la irreversible herida de la piqueta, en el verano de 1999, en uno de los episodios más vergonzosos de desidia institucional -municipal y civil-que se recuerda de cuantos conciernen al patrimonio artístico madrileño.

También en los accesos a Madrid por la carretera de Burgos, Miguel Fisac había dejado su impronta en 1958: el templo de los Dominicos de Alcobendas, que se ha convertido en el hito señero, casi geográfico, del septentrión de la ciudad, con su torre de cruz rematada en red de metal y su Cristo crucificado pendiente del techo sobre dos amables muros curvos de ladrillo rojo. Los módulos del centro teológico, junto al templo, constituyeron una apuesta residencial celular sin precedentes en la arquitectura monástica.

Juegos de penumbras

En el este madrileño, la parroquia de Santa Ana, construida en el barrio de Moratalaz entre 1965 y 1971, procura al visitante una emoción sublime con sus juegos de penumbras. Combina la funcionalidad asamblearia y eclesial de este templo -surgido bajo la impronta democratizante del Concilio Vaticano II- con la extraña disposición del altar, al que la luz procedente de huecos cenitales en el hormigón permite mantener intacto el potencial mistérico del rito.

De los edificios funcionales surgidos de su estudio de la calle de Villanueva, 5, el Instituto de Microbiología Ramón y Cajal, en el chaflán de las calles de Joaquín Costa con Velázquez, muestra la mayor parte del repertorio del arquitecto manchego. Con forma de uve y dos grandes alas articuladas en una esquina en arco que conecta ambas arterias, Fisac trazó en 1956 la bisagra moderna más característica de Madrid. No por casualidad, Luis Martín Santos ubicó entre sus muros la novela Tiempo de silencio. Las fachadas de este edificio fueron surcadas por ventanas abatibles, de inspiración nórdica, revestidas con un tipo de ladrillos de goterón color caramelo diseñado por Fisac y caracterizado por una rebaba pensada para impermeabilizar el edificio al agua de lluvia.

"La orientación a Poniente en Madrid daña mucho a algunos materiales", dijo Fisac para explicar la caída de algunos de aquellos ladrillos a la calle. "Con una simple pantalla colocada enfrente hubiera podido resolverse aquel problema, pero nadie me consultó...", explicó.

Recientemente, el arquitecto fue llamado a supervisar la rehabilitación del edificio del Instituto Ramón y Cajal, adquirido por el Ministerio de Economía y Hacienda, cuyos ladrillos originales han sido reemplazados por réplicas, fabricadas en un taller toledano.

Tal vez, esta postrera compensación simbólica al gran maestro, con la cual se le permitió regresar a los muros madrileños que tan sabiamente erigiera tras años de ostracismo, se haya convertido en la metáfora de lo que la ciudad, en un futuro homenaje, pueda devolver al alarife manchego.

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