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Columna
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Coches

El invento coche aún no ha dejado de ser una lata con cuatro ruedas. No ha dado el salto brutal de aquellos primeros ordenadores que ocupaban una habitación a los actuales casi de bolsillo, o del ancestral teléfono de pared con horquilla a estos móviles a los que sólo les falta teletransportarnos. Por muy silencioso y cómodo que sea, por sofisticado que sea el panel de instrumentación y muy buena la tapicería y los elevalunas eléctricos, por muy lejana que sea la distancia desde la que se puede abrir con el mando, en lo básico continúa siendo un cacharro rudimentario y, sobre todo, peligroso. En Madrid, en estos momentos nos encontramos en pleno puente de San Isidro. A ver qué nos dicen los periódicos y telediarios el martes. Por supuesto ya no podemos funcionar sin coches, de momento es imposible prescindir de ellos, así que apartaremos de la mente ciertas imágenes dolorosas para unos e incómodas para otros.

Nuestro sentido del tiempo y del espacio tiene forma de turismo, y en los manuales de antropología de dentro de mil años se recogerá este periodo del motor como la era en que vivimos peligrosamente. Peligrosa y cómoda a la vez. Más cómodo que ir a caballo o en carreta. La peste de la carretera, puede que la llamen. Los manuales recogerán una salida masiva de viernes por la autovía de Valencia o una entrada a Madrid por la de Extremadura un domingo por la tarde, y unos cuantos accidentes ilustrativos en que las grúas se llevan las latas arrugadas, y las ambulancias los cuerpos magullados. Entonces los que consulten el manual dirán: ¡Vaya! ¡Cómo se la jugaban estos tipos para ir de un sitio a otro! Sí, dirá otro, tenían que guiar esos mortíferos cachivaches con un sistema primitivo de volante, cambio de marchas y pedales, y para adelantar a otro debían fiarse de lo que veían por un espejo que llamaban retrovisor. Además, sus aparatosos motores funcionaban con gasolina, que era el combustible de la época antes de pasar al hidrógeno y al aceite de girasol, y por eso algunos ardían al colisionar. Por no hablar de las ruedas, un invento que arrancaba de unos 5.000 años atrás y que aún no habían superado.

En los manuales leerán que cuando había que comparar algo malo (infartos, epidemias o catástrofes) con algo peor siempre se comparaba con las bajas por accidentes de tráfico y se preguntarán por qué, si se retiraron los anuncios del nefasto tabaco y del nefasto alcohol de la televisión, no se retiraron los de coches, o por lo menos no se dejó de exaltar la sensación de libertad y alegría producidas por la velocidad. Y les resultará bastante contradictorio que junto a uno de estos anuncios engrandeciendo los caballos y potencia de un modelo aparezca otro de Tráfico pidiendo prudencia y sentido común para rebajar las negras estadísticas de cada fin de semana. También les llamará la atención que llegásemos a considerar el coche, no sólo un medio de transporte a falta de algo mejor, sino un complemento más como los zapatos o el reloj, cuando no una armadura, desde cuyo interior ser dueños del mundo.

Los manuales también recogerán el caso de los disidentes del coche, dicho de una manera. O bien de los parásitos de los coches de los demás, dicho de otra, porque vivimos atrapados en este invento sin salida posible. A estas gentes, entre las que me encuentro, el coche no les ha llegado a calar. Su estética les deja fríos, no distinguen las marcas ni los modelos, les falta la sensibilidad del futurista Marinetti, que decía que un coche de carreras tenía más belleza que la Victoria de Samotracia. Puede que el respeto que nos produce no nos deje valorarlo en todo su esplendor. Y nos aparte, nos excluya de algo común y corriente, lo que puede acarrear secuelas psicológicas. Pongo mi caso. Pertenezco al pequeño club de los que nos sacamos el carné de conducir a los 20 años y hemos cogido el coche cuatro o cinco veces en toda nuestra vida, lo que no quiere decir que no me deje llevar por los demás. Sólo no me fío de mí. Desde entonces tengo una pesadilla recurrente. Voy conduciendo como puedo sin respetar direcciones prohibidas, ni cedas el paso y sin conocer bien el callejero, entonces me ocurre que no encuentro con el pie el freno ni el embrague y he de agacharme a mirar mientras conduzco, lo que me crea bastante inseguridad, pienso que en una de éstas me puedo tropezar con la Guardia Civil y que se va a dar cuenta de que soy un peligro.

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