El derecho a decidir

Hace pocos días en mi ciudad, Valladolid, un hombre que no quería vivir se ha quitado la vida, asistido por alguien que seguramente le quería mucho. En pleno siglo XXI, en un mundo donde nos hemos acostumbrado a las nuevas tecnologías, a ver indiferentemente la pobreza extrema en la mayoría del planeta, a guerras monstruosas, seguimos viendo ridículo que una persona incapacitada físicamente, aunque con plenas capacidades mentales, quiera quitarse su vida. ¿Cómo vamos a entenderlo si vivimos negando continuamente nuestra propia muerte? La rehuimos, la evitamos, procuramos no hablar de ella, hasta el punto de que los coches fúnebres se pasean por la periferia de las ciudades, nunca por el centro donde podamos verlos. Quizá si viviéramos más conscientes de nuestra muerte, no consumiríamos ferozmente, no seríamos tan rentables para las entidades de crédito, y nos preocuparíamos por cosas ridículas como buscar la paz interior y exterior, el crecimiento personal de cada uno, etcétera.

Es necesario defender el derecho de estas personas a decidir su propia muerte, regulando la forma y el tiempo para acabar con su sufrimiento, que recordemos, no sólo es físico, sino psicológico y espiritual. Me entristece que el Gobierno no afronte legalmente el problema, sino que evite debatir sobre ello y plantearlo en el Parlamento. Mar adentro, ¿sólo fue una preciosa película o el inicio de un debate de gran calado en la sociedad? Bastante dura ha sido la vida de estas personas como para que les neguemos la capacidad de afrontar su propia muerte.