Las víctimas urbanas
A la memoria de
Juan Pecourt García
En los últimos meses ha habido dos noticias que han acaparado las portadas de muchos diarios, las tertulias de muchas emisoras de radio y los debates televisivos. Nos referimos en concreto al alto el fuego indefinido de la banda terrorista ETA y al desenmascaramiento en Marbella de una de las grandes tramas de corrupción urbanística de España. En el primer caso, están claras las partes, se celebra por todos el cese de la violencia y se abren nuevos caminos para alcanzar una solución definitiva en la que las víctimas deben jugar un papel importante, por no decir decisivo. En el segundo caso, la cosa no está tan clara, sobre todo porque no están bien identificadas las partes. La corrupción urbanística, hasta la fecha, está solo asumida en los medios de comunicación y en la ciudadanía como un delito económico, equivalente al que estafa a otra persona, realiza chanchullos en un banco o miente en su declaración de la renta, con todas las escalas de gravedad que uno quiera aplicar. Sin embargo, la corrupción urbanística no es solo un delito económico puesto que tiene su materialización en un objeto tangible y público como es la ciudad o el territorio, dependiendo de la gravedad de la infracción. El Urbanismo, al menos para los que creemos en él, es algo más que una actividad económica puesto que tiene como fin crear elementos físicos de uso ciudadano, público o privado: calles, plazas, viviendas y equipamientos, es decir, crea ciudad. Por tanto, la consecuencia de la gangrena de la corrupción no es sólo un aprovechamiento monetario, sino lo que es mucho más grave, la creación de una ciudad enferma en un territorio en continua metástasis.
Además, siguiendo con el símil sanitario, el cuadro clínico que padece el Urbanismo todavía es mayor y más complejo, porque dentro o rozando el borde de la legalidad urbanística y, por tanto, libre de la sospecha de la justicia, se está destrozando el territorio. La creación de miles de viviendas en pequeños municipios, la proliferación desaforada de campos de golf y sus respectivas viviendas, el desarrollo de innumerables PAI en nuestra Comunidad, además de las reclasificaciones y recalificaciones desmesuradas, suponen una barbaridad y un proceso en el que algunos se enriquecen de modo inmoral, aunque eso sí, legal. Y esto se produce en plena connivencia con determinados poderes políticos que aplauden este tipo de oscuras actuaciones y les dan sus bendiciones. No debemos olvidar los ciudadanos que estos poderes son los garantes públicos de la sociedad y, por tanto, nuestros hombres de confianza ante las desmesuras privadas. Si, al menos, configuraran una ciudad y un territorio ordenado podríamos justificar sus mangancias en el capítulo de unos honorarios elevados para conformar un adecuado espacio público.
Por todo eso, es necesario identificar a las víctimas de estos delitos que no solo son aquellos a los que se les ha estafado con las viviendas ilegales, la compra de su suelo ante amenazas de expropiación o el abono de unos costes de urbanización excesivos. Estos son afectados en primera persona a los que la justicia debe resarcir. También las transgresiones suponen un daño directo a la ciudad y el territorio, y por tanto, a usted, a nosotros y a cada uno de nuestros vecinos. Porque destrozar el territorio y construir una ciudad de ínfima calidad donde el espacio público sea el ámbito de rentabilidad económica, a medio plazo también nos cuesta nuestro dinero, nuestra salud y nuestro bienestar como ciudadanos. Entonces, ¿quién nos va a compensar a nosotros?, ¿quién va a detener el proceso de deterioro urbano?, o lo que es más preocupante, ¿hasta dónde vamos a ser capaces de aguantar nuestra decadencia ciudadana?
En medio de esta absoluta insensatez, se hace necesario rescatar la legalidad urbanística en aquellos lugares en los que se ha sobrepasado el límite, como es el caso marbellí, pero en muchos más casos, es necesario recuperar la racionalidad urbanística de los procesos de desarrollo y crecimiento, absolutamente perdida, donde los agentes privados campean libres de todo control efectivo. Hasta que todos nosotros no asumamos que la ciudad es el gran salón de nuestra casa y el territorio la terraza desde la que se observa el horizonte no sentiremos lesionados nuestros derechos como ciudadanos y no alzaremos la voz, y seguiremos siendo víctimas mudas de estos atentados urbanos. Cualquier agresión perpetrada sobre la ciudad o el territorio es muy difícil de corregir y mucho más, por no decir imposible, de retrotraer a su estado inicial. Es necesario asumir la necesidad de salir a la calle y enfrentarse cara a cara con el problema, si no es así todos seremos cómplices pasivos de unos vendedores de pócimas falsas.
Como decía Serrat en 1973: "Padre, que están matando la tierra; Padre, deje de llorar que nos han declarado la guerra". Convendría por tanto olvidar que las verdaderas víctimas de la corrupción urbanística, no reconocidas hasta ahora, son las ciudades, el territorio, el paisaje, los ciudadanos actuales y nuestros hijos que sufrirán sus consecuencias, incluso aunque los corruptos, esos locos con carné estén en la cárcel o devuelvan el dinero.
Carmen Blasco, Francisco J. Martínez y Matilde Alonso son arquitectos y profesores de Urbanismo en la Universidad Politécnica de Valencia.
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