Darwin y los narradores
La del narrador al estilo siglo XX es una especie amenazada. El narrador del siglo XX era un señor o señora que pretendía representar una idea por medio de la construcción de un artefacto llamado novela. El narrador contaba con una sola arma, su vocación, y dos caminos para formarse: la experiencia vital y la experiencia literaria. No necesitaba nada más excepto, quizá, un editor con el que pactar un estipendio por su trabajo. También disponía de una relevancia social de la que carecían otros oficios no universitarios, salvo que se tratara de un escritor maldito o simplemente minoritario, lo que no era infrecuente. Aún así, aunque sólo fuera para la parroquia, la relevancia y el respeto existían.
Ernst Jünger advirtió antes de morir que el siglo XXI sería el siglo de los titanes, lo que traducido a lenguaje coloquial quiere decir el siglo de la tecnología, pero confiaba en que después volverían los dioses, que son menos áridos que las maquinolas. Precisemos: el XXI no sería tanto el siglo de la Ciencia, pura elite, como el de la Tecnología, que es el nuevo becerro de oro de la moderna sociedad de masas. Cuando se produce una mutación de este calibre, siempre inevitable para lo bueno y para lo malo, suele dar comienzo una nueva era; en nuestro caso se trata de la Era de la Información o de la Informática. Tales cambios -el último fue la Revolución Industrial- no son selectivos sino que abarcan a la sociedad en su conjunto y, en consecuencia, también a los narradores.
El narrador siglo XX estaba en su casa tan tranquilo o tan angustiado como siempre, escribiendo su cuento o su novela con un ojo puesto en el arte y el otro en las ventas que le ayudasen a cerrar el año, cuando las editoriales, esos negocios encargados de ponerlo en valor o hundirlo con su indiferencia, salieron a Bolsa. En ese momento no sólo cambió el modelo de negocio sino que cambió también la manera de narrar y, por supuesto, la figura del narrador. El narrador casero -el que se dedicaba bien a escribir a destajo, bien en los ratos libres que le dejaba el otro trabajo, el de ganarse la vida- recibió este cambio como un tifón de Florida que levantase su casa por los aires con él dentro. Cuando al fin logró poner pie a tierra, abrazado a su ordenador portátil en medio de la desolación, descubrió en el televisor de pantalla plana del refugio a un tipo rodeado de flashes y descendiendo por una escalera ante un auditorio que lo aclamaba mientras una orquesta interpretaba música victoriosa. Luego se acercaron dos tipos más, vestidos de ejecutivos con tirantes de colores y le impusieron una banda conmemorativa del primer millón de ejemplares vendidos. Era un novelista como él. O, mejor dicho, era un novelista y él una reliquia del pasado.
Quizá un libro tan fascinante como el de Irenäus Eibl-Eibesfeldt sobre las Islas Galápagos pueda ayudar a comprender esta extraordinaria evolución de la especie escritor, tan sólo comparable a la del pinzón de Darwin, pero incomparablemente más acelerada. De la figura del escritor en su cocina hemos pasado a la del escritor ejecutivo que reparte órdenes, solicita informes, encarga trabajos, contrata especialistas, pertenece a un club de modelación corporal, canta, baila y sabe hacer juegos de manos, posee secretario o secretaria, fotógrafo particular, página web y jefe de prensa. Hay quien dice que también escribe. En todo caso, vende. Esa es la clave: vende.
Hay que reciclarse. Este es un consejo que las casas editoriales que cotizan en Bolsa advierten en seguida al narrador. Hoy en día, a una persona a la que se le ocurre perder el tiempo interrogándose sobre la esencia del mal o las trampas de la memoria y, encima, construye una representación de su inquietud por medio del lenguaje y trata de venderlo como novela, se la considera la viva imagen del fracaso y la inutilidad. No importa que otras personas taradas como él se interesen por sus esfuerzos: ahí no hay negocio. Si no hay negocio no existe. Y no existe porque no tiene ni secretario, ni fotógrafo, ni página web ni jefe de prensa, que es lo único que le permitiría ser visible.
El nuevo narrador, el narrador del siglo XXI, es ante todo un hombre (o mujer) mediático. Lo es hasta el punto de que muchos autores, incluidos los autores de cifras de ventas millona-rias, han comprendido que sus ingresos en el futuro no dependerán de sus derechos de autor, puesto que cualquier ciudadano informatizado podrá acceder libremente a sus textos escritos, sino de su mayor o menor proyección mediática. Es decir: tal es tu presencia mediática, tanto valen tus apariciones públicas. El narrador del futuro, que ya ha iniciado su ciclo evolutivo para admiración de futuros sociólogos y antropólogos y del mismo Darwin si volviera a nacer, vivirá holgadamente del valor de su presencia, no del valor de su escritura. Lo hará al modo de los músicos, por ejemplo. La música puede acabar con la industria discográfica si todo el mundo se hace con ella por Internet. ¿Dónde estará, entonces, el dinero de los músicos y el negocio de sus mentores?: en las giras y el merchandising, evidentemente, es decir: en todo aquello que uno no se pueda bajar de Internet. Ídem de lienzo para los narradores. Ni que decir tiene que la mejor posibilidad de subsistencia del narrador residirá en su glamour personal y en su capacidad para promocionarse.
También conviene que sepa escribir, pero no demasiado bien ni en profundidad. Si hay que vivir del público, su problema será el mismo que el de las televisiones. ¿Quién ve mayoritariamente la televisión?: un público adocenado y acomodaticio. Si hasta ahora el escritor de talento era aquel que creaba público, en adelante será el público el que cree al escritor. El editor Fischer, paradigma del editor cultural del siglo XX, sostenía que su labor era "dar al público lo que éste no quiere". En adelante será al revés, tanto para el editor -que si no correría el riesgo de ser anatemizado por la especulación bursátil- como para el narrador convertido en puro servidor de su clientela.
No será fácil para el verdadero creador adecuarse a los distintos cambios que afectarán a la Literatura en general, mas lo hará. Es de suponer que el arte de la narración siga siendo el caldo de cultivo de la imaginación y el espíritu allí donde consiga desprenderse del lastre de la literatura de mercado; pero de momento parece que esta civilización occidental rica, satisfecha y consumista a la que España se ha subido en la penúltima estación del siglo XX, promociona una sociedad en la que el bienestar es tan somnoliento y estupidizante que nos hace creer que el consumo y la tecnología son metas de felicidad y realización personal. La pregunta es: ¿reconocerán nuestros descendientes a los dioses cuando éstos regresen?
José María Guelbenzu es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.