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Columna
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La cabra y el monte

La Junta de Andalucía les ha mentado la bicha a los alcaldes de la provincia de Málaga a un año de las elecciones municipales. Les ha hecho un plan para ordenar el urbanismo en sus pequeños reinos de Taifa, y el asunto no sólo ha abierto la caja de Pandora es que amenaza con cerrar la caja de los caudales. El sistema ha funcionado hasta ahora más o menos así: en las arcas municipales se ingresa el dinero de las licencias urbanísticas con las que se arreglan las calles en los pueblos donde esos mismos alcaldes se presentan de candidatos con la intención de seguir siendo alcaldes y poder así dar más licencias de obras para levantar nuevos pisos que también tienen que tener sus propias calles y que luego igualmente hay que arreglarlas y hacer alguna estatua para que ese mismo alcalde se presente cuatro años más tarde otra vez de candidato...

Han hecho falta 25 años de ayuntamientos democráticos para que las calles que un día fueron de Manuel Fraga, las heredaran los alcaldes. Y eso se llama ahora autonomía municipal. Por eso un primer edil con ambiciones de sucederse a sí mismo sabe que sus posibilidades de ser reelegido son directamente proporcionales al número de calles asfaltadas en su municipio. Con el control del cartabón y el palustre han crecido los municipios y se han clavado los alcaldes a sus sillones.

Pero este modelo ha tocado techo. El desarrollo urbanístico sin límites al que se han lanzado los ayuntamientos ha hecho sonar todas las alarmas, incluidas las de los coches de la policía que ya han llevado a algunos alcaldes a la cárcel. ¿Alguien duda, por lo tanto, de que la Junta de Andalucía, como garante máximo de la legalidad y la ordenación del territorio, tenía que actuar, aunque fuera tarde? Nadie, ni los que no están de acuerdo. Por eso resulta frustrante la rebelión de tantas alcaldes contra la Junta por los Planes de Ordenación Urbanística (POT). Ha sido una auténtica demostración de la visión de futuro de estos ediles, cuya altura de miras no alcanza más allá de la línea del cielo que dibujan las grúas instaladas en sus municipios.

Una cosa es la independencia municipal -que nadie pone en cuestión-, y otra, bien distinta, las razones esgrimidas para oponerse al documento. En la mayoría de los casos no van más allá del malestar por el hecho de que un proyecto específico para su pueblo quede desautorizado en el plan. No sé si tienen razón los que aducen que el crecimiento urbanístico es la única posibilidad que les queda para el desarrollo. Eso argumentan los alcaldes de la Axarquía, pero es fácil ponerlo en cuestión cuando uno se pasea por esta comarca y descubre lo que se ha construido sobre terreno rústico en Viñuela o en Alcaucín, También tienen derecho a quejarse los alcaldes de la Costa del Sol occidental. Incluso a pensar que están pagando los platos rotos de Marbella. Pero igualmente es fácil cuestionarlos al comparar el número de quejas con las viviendas contempladas en las revisiones de sus planes generales: 540.000 nuevos pisos frente a un puñado de lamentos.

El PSOE tiene desde hace años un problema histórico en los municipios del litoral. Hay localidades donde no ganan la alcaldía desde los tiempos de la cabra de Felipe González, cuando se decía que el tirón electoral del ex presidente eran tan grande que una cabra que se fotografiara en campaña a su lado ganaba las elecciones. En la costa llevan años sin candidatos seguros y sin un modelo urbanístico claro. Electoralmente andan buscando todavía al sustituto de la cabra. Políticamente si han encontrado un discurso que apela a un desarrollo compatible con el medio ambiente. Sin embargo, sus principales alcaldes han decidido oponerse. El problema en el litoral malagueño se le ha multiplicado al PSOE. Las pocas cabras electorales que tienen se han tirado al monte. Y todo parece indicar que es para urbanizarlo. Pero a este ritmo no quedará sitio ni para las cabras en montes tan urbanizados.

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