Coaliciones negativas
DURANTE LA LEGISLATURA 1993-1996, el PP puso en marcha la estrategia de juntar fuerzas con la Izquierda Unida (IU), presidida por Anguita, para derribar en las urnas a Felipe González; el objetivo de esa concertación contra natura -promovida por los medios de comunicación que hoy acusan al presidente Zapatero de ocultar la verdad sobre el atentado del 11-M- era provocar el desgaste electoral del PSOE desde la derecha y desde la izquierda. Los desastrosos resultados para la izquierda de la experiencia de Anguita (cuya luna de miel con Aznar quedó bruscamente interrumpida después de regalarle el poder) y los actuales entendimientos entre IU y los socialistas operan contra la resurrección de esa fantasmal alianza. Sin embargo, el género de la coalición negativa construida por los extremos del espectro político sin otro móvil que luchar contra un enemigo común situado en el centro incluye variantes específicas para otros contextos.
Aunque las motivaciones políticas y las argumentaciones ideológicas sean opuestas, el rechazo de las propuestas estatutarias lleva al PP a una convergencia con ERC y el PA
Así, los dirigentes populares se han encontrado en la cama con unos inesperados compañeros de lecho durante la tramitación de los Estatutos de Cataluña y de Andalucía. La votación por el Congreso, el pasado 30 de marzo, del proyecto catalán -una modificación del texto aprobado el pasado 30 de septiembre por el Parlamento autónomo que había sido pactada previamente entre el presidente del Gobierno y el líder de Convergència i Unió (CiU)- ofreció el surrealista espectáculo de que el PP y Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) se aliaran para pronunciarse en contra. Dada la maniquea actitud desplegada por los dirigentes populares en el debate estatutario, la coalición negativa del PP con el independentismo republicano -extensible al referéndum del 18 de junio como voto nulo o en contra- parece un noviazgo con el diablo. Por lo demás, el PP se ha emparejado también con el Partido Andalucista (PA) para votar contra el texto de Estatuto debatido el martes por el Parlamento andaluz, aunque aduciendo cada cual razones opuestas.
Por opuestas que resulten formalmente las motivaciones políticas y las fundamentaciones ideológicas de esos socios del no en Cataluña y Andalucía, el celo pasional y el energumenismo retórico de los portavoces del PP, por un lado, y de ERC o del PA, por otro, suenan idénticos: ese rechazo común materializa el milagro político de que trayectorias procedentes de los extremos del espectro ideológico se toquen finalmente a través del mismo voto. Tras enrocarse en sus planteamientos iniciales como cuestiones de principio innegociables, los miembros de las coaliciones negativas catalana y andaluza repudian la fórmula arbitral acordada por los demás partidos: ese acercamiento de posiciones propone la inclusión en el articulado -con fuerza directamente normativa- de la fórmula jurídico-constitucional nacionalidad histórica y relega al preámbulo -cuya función es simplemente hermenéutica- las referencias culturales a la nación y a la realidad nacional.
El consenso constitucional invocado a todas horas por el PP descansó en buena medida sobre las componendas terminológicas y sintácticas que los políticos de la transición aceptaron como un mal menor -aun siendo conscientes de sus ambigüedades semánticas y equivocidades gramaticales- a fin de dar salida a conflictos en apariencia irresolubles. Tal vez los dirigentes populares dispuestos a seguir empedrando el Estatuto andaluz con el tenor literal del artículo 2 de la Constitución hayan olvidado su origen: la prolija y retumbante aserción sobre "la indisoluble unidad de la Nación española" como "patria común e indivisible de todos los españoles" no pretendió ofrecer un relato histórico ejemplarizante, sino tan sólo tranquilizar a quienes -como el hoy presidente de honor del PP- trataban de vetar el término nacionalidad en el texto de 1978. Los conflictos de los sistemas democráticos no se resuelven aniquilando al adversario, sino buscando compromisos. Ni siquiera las modificaciones autonómicas deben ser una excepción: el PP dio pruebas de flexibilidad hace pocos meses al consensuar con el PSOE una profunda reforma del Estatuto valenciano.
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