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Columna
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Feria del libro

Un día de septiembre, paseando por los alrededores de Notre Dame, descubrí la nueva Shakespeare & Co., una librería de grandes ventanales, heredera de la que fundó en los años veinte Silvia Beach, un local repleto de fotografías de escritores y ediciones antiguas con una atmósfera tan literaria que podía sentirse entre las estanterías el fantasma de James Joyce. Fue el comienzo de una larga historia de amor.

Hay una edad en que el efecto de la literatura sobre la imaginación sólo es comparable al de una caricia, porque cuando una persona es muy joven e insensata, como cualquiera a los dieciocho años, puede caer en la tentación de pensar que hay páginas que han sido escritas única y exclusivamente para ella. Yo estaba segura de que T.S. Eliot había soñado The waste land pensando en mí, porque en quién si no podía pensar cuando escribió "agua caliente a las diez / y si llueve, un coche cerrado a las cuatro". Hoy, con algunos años más, sigo convencida de que no me faltaba razón, ya que, como dijo el cartero de Pablo Neruda: la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita. Y ese es el gran misterio del asunto, algo que se queda siempre fuera de las campañas institucionales de fomento de la lectura, porque si para algo sirve leer, no es desde luego para ampliar nuestros conocimientos, ni para ser más cultos, sino para equivocarnos mejor.

Solo hace falta pensar en los argumentos de algunas de las novelas que consideramos patrimonio de la humanidad: un lector autista y lírico de novelas de caballería que va por el mundo confundiendo molinos con gigantes, un hombre que se despierta una mañana transformado en insecto, un niño enfermizo y consentido que pone el canon literario patas arriba porque su madre no acude a darle un beso de buenas noches, un tipo medio demente que navega tras una ballena blanca y otro que se vuelve loco con la visión del sobaco de una pelirroja en el metro. Evidentemente no son argumentos ejemplarizantes, ni nadie en su sano juicio sería capaz de explicar por qué esos libros han llegado a ser nuestro tesoro más preciado. Sin embargo está claro que el mundo sin esas historias sería del todo inhabitable.

Cuando era estudiante solía meterme en las librerías con la misma ansiedad que sienten muchas adolescentes al entrar en una discoteca, esperando encontrar a alguien capaz de colmar sus anhelos. Rebuscar entre los libros era un ritual que tenía que ver con el deseo y la curiosidad que son los fundamentos de cualquier pasión. Y supongo que ese es el motivo por el que seguimos celebrando la feria del libro, no porque creamos que entre las páginas impresas se halle escondida la última verdad que haya que saber sobre la vida, sino porque existen reductos de la imaginación en los que todavía es posible encontrarse a un príncipe de la noche apostado en un estante como en la barra de un bar, que se dirige a nosotros preguntándonos por qué demonios hemos tardado tanto.

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