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Prisioneros de lo políticamente correcto

Antón Costas

El día es más largo en Madrid que en Barcelona. Oí esta boutade la semana pasada en una comida en uno de los escasos palacetes de principios de siglo pasado que quedan aún en la Castellana. El anfitrión, catalán residente en Madrid, nos propuso al inicio de la comida un acuerdo: no hablar del Estatuto ni del tripartito. Esto hace, en su opinión, que el día sea más largo.

No es la primera vez que oigo comentarios similares. Hace meses, en una cena de trabajo en Santiago de Compostela para hablar de la España plural, un conocido y exitoso empresario gallego con proyección internacional objetó mi visión de los males de Cataluña. Argumentaba yo que, más allá de razones tácticas, el Estatuto es la manifestación de un malestar profundo existente en la sociedad catalana, especialmente en las clases medias barcelonesas, ante lo que se percibe como un declive de Barcelona y la falta de apoyo del Estado.

Frente a este diagnóstico, el empresario gallego, con intereses en Cataluña, sostuvo que las causas de los males de la economía y la sociedad catalana son internas: "Perdéis demasiado tiempo en cuestiones locales y creáis recelos que hacen que Barcelona pierda atractivo para los de fuera", vino a decir. Y remató: "Mientras tanto, otros os vamos comiendo terreno y pasando por delante".

Tendríamos que pensarlo. Algo de eso puede estar ocurriendo. Arrastramos una depresión endógena. Mientras tanto, los grandes problemas económicos y sociales se van agudizando. Y la cosa tiene visos de ir a peor. El ni sí, ni no, sino todo lo contrario de ERC y el desencuentro y la pérdida de confianza mutua entre Maragall y Zapatero no facilitarán la salida de la depresión. Ni aún después del referéndum.

Creo que nos engañamos. No estamos haciendo bien el diagnóstico de lo que nos pasa. Padecemos sordera a lo que produce disonancia cognitiva: queremos que nos digan lo que deseamos oír. Dicho de otra forma, sólo admitimos los análisis que entran dentro de lo políticamente correcto. Y hostigamos la disidencia.

Una de las manifestaciones más evidentes de este diagnóstico políticamente correcto es la idea de que todo lo que nos pasa es debido a la falta de inversiones del Estado en infraestructuras en el área de Barcelona: carreteras, AVE, metro, ferrocarril de cercanías, autopistas, aeropuerto, puerto, conexión ferroviaria con Europa. Esta idea, junto con su complementaria -que Madrid ha despegado porque el Estado ha invertido mucho en la capital-, es dominante en el mundo político catalán, el empresarial, el académico, las corporaciones profesionales y los medios de comunicación.

Tiene que haber algo más. Porque ¿qué tiene que ver la deficiencia de las infraestructuras con el hecho de que la inflación catalana sea sistemáticamente más elevada que la media española, hecho que nos hace perder competitividad y capacidad adquisitiva a los salarios? O ¿qué tienen que ver las infraestructuras con el hecho de que algunos resultados educativos en Cataluña muestren diferencias sorprendentes con la media española?, por citar sólo dos ejemplos.

Tenemos que buscar otras causas. A modo de ejemplo, nuestra economía tiene, al menos, otras dos debilidades importantes. Por un lado, su motor económico básico, Barcelona, pierde potencia debido a la falta de cohesión entre sus diferentes partes. Por otro, carecemos de una de las instituciones básicas para el dinamismo económico y la movilidad social: la gran empresa anónima.

Nos hemos olvidado ya de la historia, pero la desaparición en 1987 de la Corporación Metropolitana fue un golpe muy fuerte para el dinamismo económico de Barcelona. El miedo de Jordi Pujol a que la corporación fuese un contrapoder al de la Generalitat -y la falta de acuerdo político en este terreno entre CiU y el PSC, que gobernaba los municipios de la corporación- llevó a decretar su desaparición. Esa decisión por razones políticas internas acabó debilitando el dinamismo y la potencia económica de la ciudad y su entorno metropolitano. Y por lo tanto, de Cataluña.

Y aún más, ¿por qué no pensar que gran parte de la insuficiencia de inversiones del Estado en el área de Barcelona han tenido mucho que ver con esta lucha política interna y con la desaparición de ese instrumento de planificación y ejecución de infraestructuras?

Por otro lado, la economía catalana tiene escasez de empresas con forma de sociedad anónima. Este tipo de empresa es básica para el dinamismo de una economía globalizada y con fuerte cambio tecnológico. Es fácil ver que las grandes empresas son todas sociedades por acciones. Sin ellas, una economía es como una armada sin portaaviones. Lo pequeño y familiar -las fragatas- es necesario. Pero sin portaaviones, una economía no se puede alejar de la costa para conquistar nuevos mercados.

Ahora bien, los portaaviones que necesitamos no pueden ser construidos sin contar con el capital y dinamismo empresarial del resto de España. Abertis es un buen ejemplo de cómo una colaboración bien construida entre intereses catalanes y del resto de España puede ser muy exitosa a la hora de afrontar la internacionalización.

Además, la sociedad anónima promueve la meritocracia, algo cada vez más necesario entre nosotros. La separación entre propiedad (accionistas) y gestión (directivos y jefes) típica de este tipo de sociedad promueve el ascenso empresarial y social de personas válidas que no tienen detrás patrimonios familiares. Por eso, donde hay un número importante de empresas de este tipo los liderazgos empresariales se renuevan y vivifican. Aunque no es una sociedad anónima típica, no debe de ser casualidad que La Caixa sea un vivero de nuevos liderazgos empresariales.

Lo políticamente correcto es como ese herbicida que los jardineros utilizan para eliminar las hierbas de los jardines privados. Da homogeneneidad y cierta placidez, pero impide que emerja lo nuevo. Hay que fomentar la disidencia en los diagnósticos económicos, políticos y culturales para encontrar las causas internas de nuestros males y las soluciones adecuadas. Pero me temo que seguiremos prisioneros de lo políticamente correcto.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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