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El paciente americano

Pese a todos los movimientos convulsos, el cuerpo político de Estados Unidos está en coma. El presidente ha perdido el favor de una mayoría considerable de los ciudadanos. Un tercio de los que votaron por él en 2004 dicen que no van a votar por ningún candidato republicano en las elecciones de noviembre al Congreso y al Senado. Alarmados, muchos miembros de su partido empiezan a distanciarse de él. En el aparato de política exterior, las discrepancias (sobre todo respecto a Oriente Próximo) son de lo más sonoras. Profesionales retirados, entre los que hay embajadores, generales y miembros de los servicios de inteligencia, dicen en voz alta lo que piensan sus colegas en activo. En los medios de comunicación y en las revistas serias de opinión abundan las opiniones críticas sobre la política económica y la política exterior del presidente. La clase dirigente, que hace sólo un año se alineaba de forma entusiasta o resignada con Bush, está cada vez más insatisfecha con él.

Como es natural, los demócratas están encantados. Creen que pueden obtener la mayoría en las dos Cámaras en noviembre y ganar las elecciones presidenciales de 2008 contra el candidato republicano que sea. Pero no ofrecen ninguna alternativa coherente a las políticas que tachan de fracasadas. Es cierto que, en colaboración con algunos republicanos, consiguieron impedir que el presidente privatizara la Seguridad Social (las pensiones de jubilación universales), que, junto con Medicare (el seguro médico para los mayores de 65 años) y Medicaid (el seguro médico para los pobres), constituye la versión estadounidense del Estado del bienestar. Sobre la pérdida incesante de puestos de trabajo industriales, profesionales, técnicos y de servicio que van a parar al extranjero, el partido no tiene nada que decir. Reclama más inversiones en educación, pero se calla a la hora de decir qué puestos de trabajo va a haber para una mano de obra más cualificada. En política exterior ha publicado un largo documento sobre la "verdadera seguridad", pero no se pone de acuerdo sobre cómo terminar con la presencia estadounidense en Irak. El Gobierno amenaza con declarar la guerra a Irán, y los demócratas como partido no manifiestan ningún desacuerdo. La alianza incondicional de Estados Unidos con Israel agrava el conflicto en Oriente Próximo y con el mundo musulmán. Y los demócratas son más leales a Israel que los republicanos.

Los demócratas están financiados por los sectores empresariales norteamericanos que más se benefician de la movilidad internacional del capital. Los sindicatos, que eran débiles desde el principio, se han debilitado aún más por las divisiones internas. Los demócratas critican a Bush por su búsqueda brutal de una nación cada vez con más desigualdades, pero, tanto en la teoría como en la práctica, son más incapaces de oponerse a los dogmas de la globalización que los partidos socialdemócratas europeos menos imaginativos. Han abandonado gran parte de sus ideas pasadas sobre la redistribución y el bienestar, y carecen de una economía política teorizada para el futuro. En política exterior se aferran tanto como los republicanos a la legitimidad del deseo estadounidense de dominar el mundo; sólo cambia la retórica. Está comenzando un debate nacional sobre la alianza con Israel que podría facilitar que los numerosos demócratas que (animados por las iglesias protestantes progresistas y el internacionalismo católico) defienden unas políticas más abiertas en Oriente Próximo se enfrenten al lobby israelí. Pero eso no ha ocurrido todavía. En cuanto a la guerra de Irak, los demócratas critican la forma de llevarla a cabo, las mentiras propagadas inicialmente para justificarla, pero son incapaces de exigir la retirada, y mucho menos de elaborar una política exterior que reconozca la existencia de un mundo muy diferente al representado en la ideología de la Casa Blanca. A pesar de su dependencia del voto hispano, los demócratas no abordan la clara relación entre la inmigración a Estados Unidos y la pobreza en Latinoamérica; les preocupa que se pueda pensar que simpatizan con Chávez. Asesorados por "expertos" que son cínicos y superficiales, no están sabiendo aprovechar el gran malestar del público estadounidense con el desastre de Irak. En todos estos temas hay honrosas excepciones (como los senadores Boxer, Feingold, Kennedy y Levin, o el grupo progresista de la Cámara de Representantes). Pero la dirección del partido no ha intentado, ni siquiera, plantear un debate sobre Irak ni en la Cámara ni en el Senado.

Por lo visto, el presidente opina que con un cambio de rumbo en política interior, política exterior o ambas, ganaría pocacosa y, a cambio, perdería el apoyo de sus partidarios más devotos, los fundamentalistas cristianos, los nacionalistas partidarios del unilateralismo y los que se oponen fanáticamente al "Gobierno". Los últimos cambios de personal en la Casa Blanca no tienen ninguna importancia desde el punto de vista político. Si los demócratas no proponen alternativas serias, quienes ahora tienen dudas sobre Bush y los republicanos pueden acabar votando de nuevo por ellos, o unirse al partido más numeroso en las elecciones estadounidenses, el de la abstención. Si los demócratas obtuvieran la mayoría en una o en ambas Cámaras, el presidente muy bien puede ejercer una política de "divide y vencerás". Además, la complicada situación en la que se encuentra actualmente la presidencia aumenta la posibilidad de que Bush ordene un ataque contra Irán antes de las elecciones del 6 de noviembre (o después, si los republicanos sufren derrotas significativas). Puede llegar a la conclusión de que dividiría a los demócratas y callaría a sus detractores de dentro y fuera del Gobierno. (Por otro lado, Bush cuenta con un aliado en su colega de Teherán, que, con cada uno de sus pronunciamientos, hace que sea más fácil asustar a la opinión pública estadounidense).

El presidente sigue totalmente convencido de que tiene la razón. No escucha a quienes ahora le aconsejan cautela (el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, Richard Haas, el ex subsecretario de Estado Richard Armitage e incluso el presidente del Comité de Relaciones Exteriores

el normalmente pasivo senador Lugar, han sugerido que se entablen negociaciones directas con los iraníes). Las amenazas de Bush contra Irán han recibido el apoyo entusiasta del lobby israelí (pese a que muchos ciudadanos judíos están horrorizados ante la perspectiva de caos total en Oriente Próximo). Mientras tanto, la secretaria de Estado Rice, en vez de educarle sobre las complejidades del mundo, se ha convertido en una especie de portavoz de prensa ligeramente superior (tal vez está pensando en ser candidata para sucederle y quiere labrarse fama de agresiva). Los europeos (Francia, Alemania, el Reino Unido) han caído en una trampa tendida por el bando guerrero de la Casa Blanca. Al consentir, sin discrepancias públicas (las observaciones de Straw sobre la imposibilidad de un ataque contra Irán son absurdas), que Estados Unidos amenace con una acción militar es posible que, a corto plazo, vean que se les insta a mostrarse de acuerdo con ella porque, si no, la "credibilidad" de todo Occidente estará en tela de juicio. La Unión Europea ha mantenido un silencio atronador a la hora de exigir que las armas nucleares de Israel formen parte de una negociación más amplia con Irán. Es un buen momento para hacerlo: el lobby israelí en Estados Unidos está sometido a presiones.

Por el momento, pues, hay pocas cosas que impidan a Bush emprender la guerra. Muchos ciudadanos activos en el Partido Demócrata quieren que sus candidatos y sus congresistas y senadores se opongan más abiertamente a sus planes; pero la dirección del partido no les hace caso (la resistencia de la senadora Clinton a asumir una postura es heroica). Dado que la guerra consistiría, en un principio, en ataques aéreos y navales, el argumento de que las Fuerzas Armadas están enfangadas en Irak no sirve de nada: por ahora no se necesita allí a la aviación ni a la marina. Para evitar que el presidente ataque Irán son necesarios tres factores. Primero, una oposición mucho más explícita y exhaustiva de los demócratas que hasta ahora. Segundo, más dimisiones en los aparatos militar y de política exterior, cosa que preocupa a los republicanos. Tercero, una negativa explícita de los europeos a suministrar espacio aéreo, bases y apoyo para un ataque contra Irán, que serviría de refuerzo, sin duda, a quienes se oponen dentro de Estados Unidos. En ese sentido, los europeos podrían ser -si tienen la suficiente confianza en sí mismos- los médicos que ayuden a encontrar una cura para el paciente americano.

Norman Birnbaum es profesor emérito en la Facultad de Derecho de Georgetown. Autor, entre otros libros, de Después del progreso: reformismo social estadounidense y socialismo europeo en el siglo XX. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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