Elogio crítico de la II República
En este setenta y cinco aniversario de la proclamación de la República, el 14 de abril de 1931, han surgido muchas voces, incluidas las del señor presidente del Gobierno, de conmemoración positiva de aquella etapa de nuestra historia contemporánea.
Aunque sólo sea para compensar las cantidades de basura que se lanzaron contra ella y contra sus hombres en el franquismo y en los ecos que mantienen la descalificación entre escritores de escaso rigor y de ideología reaccionaria, frente a la inmensa mayoría de los historiadores generales y de las ideas, el esfuerzo de dignificación y de respeto merece la pena.
Además, el republicanismo, que tiene una honda tradición en la cultura política desde Cicerón, pasando por Maquiavelo, por los libertinos, por el Padre Feijoo, por Voltaire y Rousseau y por los socialistas liberales, éticos o democráticos, entre otros, es compatible con la Monarquía parlamentaria, donde el Rey carece de prerrogativa y es el máximo órgano que representa la unidad y permanencia del Estado, el referente de todas las decisiones que toman los órganos y las instituciones democráticas que expresan la soberanía que reside en el pueblo español. La Constitución de 1978 es ideológicamente republicana, incluida la Jefatura del Estado, y supone una continuidad inteligente de la Constitución de 1931. Cuando el Rey visitó Toulouse y saludó y compartió su tiempo con los republicanos que allí viven, y cuando en visita a México hace años su primera acción fue conocer y saludar a doña Lola Rivas Cherif, viuda de Azaña, estaba haciendo visibles su respeto y su homenaje a la Segunda República.
El nuevo pacto constitucional no tiene por qué ser una reproducción mimética del de 1931, sino sólo un traslado de sus dimensiones básicas, sujetas al cambio de los tiempos y a la evolución histórica.
Mucha gente, y yo desde luego lo constato en mí mismo, tenemos esa doble lealtad a las dos Constituciones, una en vigor que debemos defender entre todos y otra que supone uno de los momentos históricos más dignos y más nobles del que podemos enorgullecernos los españoles. Desde estas premisas, en libertad y democracia desde hace treinta años, podemos rendir a la Segunda República y a sus protagonistas el homenaje que merecen.
Fue una sociedad abierta en el sentido en el que la definieron Bergson y Popper en el siglo XX. Los valores que instauró la Constitución del 10 de diciembre de 1931 estaban fundados en una moral humana expresión del hombre centro del mundo y centrado en el mundo, que abarca a toda la humanidad, a todas las personas y a su dignidad. Como diría Popper en The Open Society and its Enemies (1945), la sociedad abierta es aquélla donde cada individuo debe asumir una responsabilidad personal y donde el núcleo de la vida social es la iniciativa moral y singular, es racional y crítica y abierta al progreso. Sólo la democracia, con sus valores liberales y sociales, es el ejemplo histórico de la sociedad abierta.
El pueblo español estaba harto del oscurantismo, del clericalismo y del catolicismo obligatorio, de la persecución de los heterodoxos, del tribalismo, de los mitos, del terror y de las supersticiones como orientación de la vida que habían acompañado y orientado nuestra historia moderna, que, salvo muy breves intervalos, había sido la historia de una sociedad cerrada. Bergson dirá lúcidamente que la sociedad abierta, la democracia, había sido en la historia el fruto de una protesta y que cada frase de la Declaración de los Derechos de 1789 era un desafío lanzado contra un abuso.
La República fue recibida con una ilusión y una esperanza enormes y sus medidas educativas y culturales, la potenciación de la escuela y sus maestros, la cultura popular, la extensión del teatro y de la lectura, fueron experiencias hasta entonces inéditas en nuestro país, como fue la Constitución que definía a España como república de trabajadores de todas las clases organizadas en unrégimen de libertad y de justicia, que renunciaba a la guerra como instrumento de política nacional, que introdujo los derechos sociales, junto a los individuales y civiles, el control de constitucionalidad de las leyes y el principio de autonomía, aunque no generalizado, como en la Constitución de 1978. Sus protagonistas fueron los políticos y los juristas más dignos, expresión de los intelectuales que se inspiraban en la Institución Libre de Enseñanza: Besteiro, Azaña, Fernando de los Ríos o Prieto representan a aquellos que tenían claro lo que se debía hacer y lo intentaron con todas sus fuerzas.
Pronto, las buenas reformas y la política legislativa, abierta y progresiva, a partir de la Constitución se encontró con los adversarios de fuera y de dentro, que acabaron por hacerla fracasar. La desmesura de unos, la deslealtad de otros, produjo unos fuegos cruzados ante los que estuvieron impotentes los dirigentes republicanos, incapaces de responder a tanta traición y a tanta malicia. Desde dentro, los impacientes se levantaron; sectores socialistas y anarquistas, cuando la derecha ganó las elecciones de 1933, no consintieron su llegada al poder y se sublevaron en 1934, en la llamada Revolución de Octubre, que fue un ensayo sangriento de la Guerra Civil, donde la insurgencia fue derrotada y sometida a una durísima represión. La ruptura de las reglas de juego y la falta de respeto al resultado de las urnas y al principio de las mayorías abrió una puerta, como precedente, al levantamiento militar del 18 de julio de 1936. Después ya, desde la victoria del Frente Popular, esos impacientes respondieron con la fuerza a las acciones violentas de la extrema derecha falangista y tradicionalista y, lo que fue más grave, los impacientes más radicales, menos preparados y menos cultos reaccionaron ante el asalto a la legalidad de los militares rebeldes con asesinatos de sacerdotes, monjas y religiosas, muy numerosos e inocentes. Fue una explosión de irracionalidad y de violencia. Poco se habla, sin embargo, de los sacerdotes nacionalistas fusilados por las gentes de Franco, no tan numerosos, aunque lo cuantitativo no añade ni quita gravedad al tema. Se hizo contra la voluntad de las autoridades de la República, que hicieron lo posible por que la barbarie remitiese y lo consiguieron casi totalmente a lo largo de 1937.
Desde fuera, colectivos con mentalidad de sociedad cerrada conspiraron desde el principio. Fueron sectores militares que el 18 de julio eliminaron a muchos generales, jefes y oficiales fieles al Gobierno constitucional; fueron jerarquías de la Iglesia que pretendían mantener el monopolio de la verdad y que calificaron solemnemente al golpe militar como cruzada; y fueron los grupos de extrema derecha, falangistas y tradicionalistas, principalmente, quienes otorgaron el pedigrí político a los que sólo tenían la fuerza bruta. Los nacionalistas, con grandes tentaciones de sociedad cerrada, iniciaron la andadura republicana con deslealtad en Cataluña, proclamándola como Estado independiente dentro de la confederación de pueblos ibéricos. Restablecida la legalidad, el nacionalismo catalán fue hasta el final leal y cooperador con la República. El nacionalismo vasco, que no patrocinó ningún acto hostil, fue castigado duramente por los nazis alemanes aliados de Franco, con el horrible y salvaje bombardeo de Guernica. Fueron los primeros en rendirse en 1937, en circunstancias no totalmente claras.
La República murió con las botas puestas, luchando con valor y esfuerzo frente a muchas circunstancias internacionales adversas. Después la represión fue muy dura y todos sus políticos más respetables murieron en el exilio o ejecutados tras simulación de juicio por delitos como el auxilio a la rebelión aprobados por los rebeldes y aplicados con carácter retroactivo. Los vencedores, prepotentes y sin piedad, quisieron exterminar las ideas que inspiraron a la República, matando a las personas que la encarnaban y persiguiendo a sus hijos y a los herederos que persistían en perpetuarlas. La victoria acabó en derrota, porque es casi imposible silenciar definitivamente a las ideas. La Constitución de 1978 demuestra la vitalidad y la permanencia de los valores republicanos y fue el mejor homenaje que se podía hacer a la de 1931. ¿Sería posible no empezar de nuevo y que esta vez los demonios familiares no hicieran fracasar el último proyecto? Una frustración más sería difícil de superar. No podríamos soportar a más aventureros ni a más salvadores.
Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid
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