Elogio de la riqueza
Donostia es la ciudad no sé si donde vivo o donde gasto (mucho). Además de estar entre las ciudades cuya vivienda es más cara, resulta que también está a la cabeza de la cesta de la compra. En circunstancias normales sería para tirarse de los pelos o soliviantarse, pero ahora me da igual porque soy rico. Muy rico. La iluminación me vino, y nunca mejor dicho, ante un semáforo. Un semáforo en rojo, por más señas. Estaba a punto de cruzarlo porque no venían coches y entonces me acordé de que el Gobierno vasco impone multas de 90 euros a quien lo haga. La situación se repitió algo así como diez o quince veces ese día y entonces me dije, muchacho, te acabas de ahorrar una pasta. Un simple cálculo situaría en 30.000 euros la cantidad ahorrada al mes. Si a eso le unía lo que me ahorraba no dando de comer ni a los gatos vagabundos ni a las palomas, 600 euros cada vez y en cada caso según las ordenanzas bilbaínas, que no son muy distintas a las donostiarras, y los 1.200 euros que me evitaba no dejando los excrementos de un hipotético perro (no digamos de los dos o tres que llevan muchos) que tiene a bien depositarlos dos veces al día o en dos tramos la misma vez, estaba ganado 120.000 euros mensuales, cifra en la que incluyo el ahorro semaforístico. Así que no quepo en mí de gozo, porque no sólo soy rico, muy rico, sino que lo soy por ser un ciudadano cívico, que parece una redundancia, pero no lo es. Sí, un ciudadano cívico y no un chorizo marbellí con apellido de WC.
Hombre, no soy tan tonto como para no reconocer que todo eso no sería posible si la policía no se volcara en ello para multar, pero me consta que se están aplicando con denuedo o no estaría yo ahorrando tanta pasta. Bien es verdad que no pueden estar en todas partes a la vez, pero me resisto a suscribir ciertas quejas. Verán, bajo la ventana de mi casa hay una pequeña zona verde sobre la que los perros no deberían dejar sus aguas mayores (¿aguas, con lo sólidas que resultan?), pero van y las dejan, junto a las menores y alguna que otra purga bucal. Cuando yo no ahorraba, es decir, cuando no era rico, pensaba que el Ayuntamiento donostiarra no podía obrar con mayor cinismo porque no sólo no había nunca -nunca quiere decir nunca- un municipal por los parajes, sino que cada equis tiempo el propio consistorio despacha a un muchacho munido de un garfio telescópico para recoger lo que los desaprensivos dueños de los perros, con la cooperación necesaria de éstos, dejaban en el paisaje. Y a mí me comían los demonios, pero eso sólo, insisto, cuando no era rico, pensando en la acabada muestra de cinismo que daba nuestra corporación municipal, pues si despachaba al recogedor de excrementos era porque sabía que allí se amontonaban y si lo sabía, ¿por qué no destacaba antes a un regimientos de guardias municipales?
Ahora que soy rico pienso de otro modo. Es más, los dueños de esos famosos perros así como los incivilizados que dan de comer a las palomas y a los gatos callejeros o cruzan el semáforo en rojo, amén de los que maltratan a sus vecinos metiendo un ruido ensordecedor, me dan pena. Se van a quedar de pobres pudiendo volverse ricos. De modo que les mando desde aquí una invitación a que hagan como yo. El día en que todos los ciudadanos de Euskadi seamos cívicos conseguiremos un país con la mayor renta per cápita -o por txapela, si prefieren- del mundo. Multipliquen, para hacerse una idea, los 120.000 euros -de media- al mes, por los 12 meses del año y por los millones de habitantes que somos, y nos sale más dinero que el que tenga Bahréin. Ya estoy viendo crecer los aeropuertos, brotar los chalés de lujo (¿pero no hay?) e incluso, como el mayor capricho, multiplicarse las fábricas al infinito, porque ser vasco significa ser industrioso y ya basta de creer que porque uno es rico no debe trabajar. Total, que Euskadi se va a convertir en una potencia por no decir en la envidia del mundo. Eso sí, no sé cómo vamos a impedirnos entonces ser independientes. A lo mejor por puro civismo.
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