Razones para una alianza
Aunque, cuando escribo estas líneas, aún no se sabe quién competirá en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales peruanas con el ganador de la primera, el comandante Ollanta Humala -si Alan García, del APRA, o Lourdes Flores, de Unidad Nacional-, una conclusión se impone a simple vista según la lógica más elemental: si las fuerzas políticas que representan García y Flores no se unen, cualquiera de ellos que quede finalista será derrotado por el militar que reivindica como mentores y modelos al comandante venezolano Hugo Chávez y al desaparecido dictador del Perú general Juan Velasco Alvarado.
La victoria de Ollanta Humala sería una catástrofe para el Perú y para América Latina, una regresión brutal, en un continente que parecía en vías de democratización, hacia las peores plagas de nuestro pasado: el caudillismo, el militarismo, el populismo y el autoritarismo. El 30% de peruanos que han votado por él en la primera vuelta, en verdad han votado, en su gran mayoría, por un mito antiguo y mentiroso como todos los mitos: el de un redentor miliciano, un hombre fuerte e implacable que hará funcionar a latigazos a la caótica sociedad peruana como un riguroso cuartel, zambullendo en la cárcel a todos los corruptos, vaciando las calles de los ladrones, violadores, secuestradores y pillos de toda calaña que hoy las vuelven tan inseguras, recuperando para el Perú todas las empresas que hoy enriquecen a los extranjeros, y gobernando en favor de los pobres en vez de hacerlo para los ricos como han hecho todos sus antecesores en el poder. El paraíso espera a los humillados y explotados después de ese baño de despotismo, botas y chovinismo patriotero.
¿Cuántas veces hemos oído semejante cantilena que justificaba el que se abrieran las puertas del Gobierno a quien, apenas aupado en él, se convertiría en un dictadorzuelo, arruinaría al país y lo dejaría más pobre, más corrompido, más enconado y desquiciado que como lo encontró? Esa es la historia del general Velasco Alvarado y la pandilla de militares que destrozaron el Perú entre 1968 y 1980 y esa será la que los venezolanos contarán de Hugo Chávez cuando se libren de su demagogia y sus locuras y comiencen la ardua tarea de reconstruir su democracia.
Para que el Perú no se hunda una vez más en la ciénaga del autoritarismo militarista que representa Ollanta Humala no hay otro camino que una alianza inmediata, de gobierno, sin siquiera esperar los resultados definitivos de la primera vuelta electoral, entre Alan García y Lourdes Flores y las fuerzas políticas que los respaldan. Lo digo sin la menor alegría, como saben todos los que conocen mis críticas a lo que fue el desastroso Gobierno de Alan García entre 1985 y 1990. Pero, a estas alturas del partido, lo que debe primar no son las simpatías o antipatías políticas personales, sino la defensa de la democracia en el Perú, que, con Ollanta Humala en la presidencia, corre el riesgo de desplomarse mediante un acto de fuerza (al estilo Fujimori) o de irse degradando a pocos hasta la extinción, a la manera de la Venezuela de Hugo Chávez. Y los peruanos saben -deberían saberlo incluso ese 30% de desmemoriados que han votado por Humala- que jamás una dictadura ha resuelto problema social o económico alguno en la historia del Perú. Siempre los multiplicó y esa es la razón de la extremada fragilidad de la democracia, cada vez que renace luego de nuestros largos períodos de oscurantismo dictatorial.
Es cierto que hay acusadas diferencias entre el programa democristiano de Lourdes Flores y el socialdemócrata del APRA. Pero, por debajo o encima de ellas,existe un denominador común que basta y sobra para echar los fundamentos de una alianza, a la manera de la que, en Chile, forjaron democristianos, radicales y socialistas y que tantos beneficios ha traído al país austral: un claro compromiso con la democracia. Porque esa será la alternativa que se disputará en la segunda vuelta electoral: preservar el sistema imperfecto (pero perfectible) que tenemos los peruanos desde el 2001, que garantiza las libertades públicas, las alternancias en el Gobierno, las elecciones y el derecho de crítica, o el retorno al despotismo y la arbitrariedad -acompañada de censura y de crímenes, además de una maloliente corrupción- de un sistema dictatorial.
La alianza de Unidad Nacional y el APRA tendría, entre otras ventajas, la de atraer a ella a las pequeñas fuerzas democráticas que, en la gran dispersión de la veintena de candidatos que disputaron la primera vuelta, quedaron totalmente marginadas. Entre ellas hay algunas que merecían una suerte mejor, como la Concertación Descentralista de Susana Villarán, una lidereza de izquierda que ha evolucionado hacia posiciones inequívocamente democráticas y antitotalitarias y que por su lucidez y limpias credenciales debería tener cabida y un rol en aquella alianza. Tal vez de este modo se podría dar al futuro Gobierno un sustento mayor que el debilísimo que tienen siempre nuestros gobiernos representativos, lo que impide la estabilidad de las instituciones, la continuidad de las políticas de reforma, y hace que, a cada elección, todo vuelva a fojas cero, a ese adanismo que es una de las manifestaciones más visibles del subdesarrollo.
Esa alianza, para ser eficaz, debe ser de gobierno y no meramente electoral. Es decir, cimentarse en un programa de largo alcance en el que, además de la profundización de la democracia, se preserven ciertas instituciones básicas de una sociedad abierta a las que tanto democristianos como apristas dicen respetar: políticas de mercado, promoción de la empresa privada y las inversiones extranjeras y difusión de la propiedad entre los sectores que aún no tienen acceso a ella. Es decir, los programas básicos que, en países como España y Chile, han estimulado la prosperidad y el progreso de sus economías. Que todo ello incluya un apoyo resuelto y elevado a la educación pública y a la salud es indispensable y es seguro que sobre ello no habría mayores razones de disenso entre los aliados.
En situaciones críticas, como la que vive la sociedad peruana en estos momentos, es imprescindible que la visión del árbol no nos enturbie la perspectiva del bosque. Y saber, con certeza, cuál es el mal mayor. Para mí, sin la menor duda, él está representado por el comandante Humala y su clan familiar, el que, pese a la pantomima de divergencias que los distintos parientes, padres y hermanos han representado durante la campaña electoral, pasaría a formar parte del equipo gobernante si el comandante ganara las elecciones. Dentro de la confusión contradictoria y delirante de sus amenazas y proyecciones, aquel clan que aboga por fusilamientos masivos -entre ellos, de homosexuales-, por leyes de excepción para periodistas, por nacionalizaciones y por la militarización del país, debe ser atajado en la segunda vuelta electoral mediante una gran concentración de todas las fuerzas democráticas, aunque para ello sea preciso vencer escrúpulos, olvidar agravios y votar tapándose la nariz.
La política no es un territorio donde se pueda elegir sólo la excelencia, como en las bellas artes o la literatura. Es un quehacer que refleja la composición de la sociedad donde aquella actividad se ejerce. El Perú contiene comunidades muy diversas, que coexisten en el desconocimiento recíproco, distanciadas unas de otras por la geografía, la educación, las costumbres, los niveles de vida, la lengua y la tradición, los prejuicios y el resentimiento. De una manera general, el tercio que ha dado su apoyo a Ollanta Humala personifica a aquel vasto sector que no ha recibido el menor beneficio del importante crecimiento económico que ha tenido el Perú en los últimos años y que se ha visto una vez más frustrado en sus anhelos, tan marginado y tan pobre como estaba hace cinco años, cuando dio su voto "antisistema" a Toledo. La razón de su marginación es estructural, se debe a la escasa, casi nula movilidad que padece la sociedad peruana, donde la educación, por ejemplo, en lugar de ser el gran instrumento para la creación de igualdad de oportunidades en cada generación, tiende a apuntalar o a agravar las desigualdades entre andinos y costeños, provincianos y capitalinos, ciudadanos del campo y de las ciudades, quechuahablantes e hispanohablantes, pobres y ricos. Y lo que vale para la educación vale para la salud, el acceso al crédito, al mercado de trabajo y a la propiedad. Mientras no haya una reforma profunda en todos esos ámbitos de la vida social, todo crecimiento económico -como el de estos últimos cinco años- sólo alcanzará a beneficiar a sectores reducidos de la población, incrementando el odio al sistema que explica el fenómeno Humala.
El acuerdo entre las fuerzas democráticas debe incluir un programa radical y realista para llevar a cabo esas reformas que vayan cerrando los abismos que separan a los peruanos de altos y medianos ingresos de los otros, algo que sólo es posible como se lo ha hecho en España o Chile -dos claros ejemplos exitosos de países muy próximos al nuestro-, no destruyendo la democracia sino robusteciéndola y mediante una integración al resto del mundo en vez de levantar fronteras y aislarnos según el nefasto modelo del "desarrollo hacia adentro" que, a lo largo de la famosa década perdida, dejó a América Latina varada mientras el sudeste asiático progresaba velozmente. Ojalá prevalezca la razón y esa alianza de las fuerzas democráticas se haga realidad en el Perú antes de que sea demasiado tarde para arrepentirse.
© Mario Vargas Llosa, 2006. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2006.
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