Un héroe de nuestro tiempo
Uno de mis cuentos preferidos es Syllabus, breve narración de Juan Benet en la que se observan ciertas conexiones fortuitas con el paradigmático Bartleby, el escribiente, de Herman Melville. En el cuento de Benet nos encontramos con el profesor Canals, brillante catedrático jubilado, que da un ciclo de conferencias a sus incondicionales y exhibe en ellas desparpajo, inteligencia y erudición, hasta que observa que algo está fallando en medio de su luminoso paseo triunfal: un joven prematuramente calvo y de pelo rubicundo que toma asiento siempre en una silla separada del resto del auditorio sigue sus disertaciones con un ademán de insolente desdén e indiferencia por lo que allí se dice. Poco a poco veremos cómo, en su afán de captar casi exclusivamente la admiración del joven insolente, el profesor Canals va adaptando su discurso al díscolo e indiferente oyente, que jamás cambia de actitud; es más, el joven abandona las conferencias antes de que éstas terminen. Un día, el de la última disertación del ciclo, el preocupado profesor Canals dirige todas sus ideas y palabras exclusivamente al joven impasible; es decir, traiciona todos sus saberes y, tratando de evitar que una vez más el indiferente abandone la sala antes de tiempo, lee y dicta lo que cree que el díscolo y silencioso joven quiere oír. Y el fracaso de Canals aún se hace mayor, más estrepitoso. Porque el joven acaba levantándose con flema y, tras dirigirle al profesor una mirada cargada con su mejor menosprecio, abandona el local sigilosamente en el momento en que el conferenciante se estaba incorporando en su asiento en un último e inútil intento de retener al implacable joven esquivo.
Este cuento de Juan Benet lo leí algunos años antes que Bartleby, el escribiente, de modo que cuando llegué al relato de Melville no quedé tan sorprendido -como les ocurriera a tantos otros lectores- por la conducta del empleado huidizo que, a cualquier orden de su jefe, respondía que "prefería no hacerlo". Más bien me pareció que un aire de familia recorría las historias de Benet y Melville, un aire impregnado de sabias aproximaciones al silencio y de sutiles indagaciones sobre el negativo de las palabras y de la escritura y, en consecuencia, sobre el negativo de la vida misma.
El despreciativo e impasible joven rubicundo de Benet y el escribiente Bartleby me siguen pareciendo hoy (por decirlo con palabras de Agamben) "figuras extremas de la nada", esas figuras de las que procede toda creación y que son, al mismo tiempo, las más implacables reivindicaciones de esta nada: una Nada que algunos imaginan de una excepcional blancura, y otros -entre los que me encuentro- como una potencia autónoma, pura y absoluta.
Estoy hablando de la fuerza de lo negativo que expresara Kafka en este aforismo: "Hacer lo negativo es una tarea que tenemos impuesta, lo positivo nos está dado".
La Blancura, en todo caso, a mí siempre me remite a la ballena blanca de Moby Dick. O a la luna. Al igual que ésta, que no sabe que se llama así (no sabe la luna que se llama luna), la ballena de Melville, con su potencia pura y absoluta, no sabe que se llama Moby Dick y que su textura es blanca.
El personaje de Bartleby, por su parte (al igual que el alumno díscolo de Syllabus), es alguien que no parece simpatizar demasiado con la novela ortodoxa. Como ha señalado José Luis Pardo, el propio personaje de Bartleby es una objeción contra la novela misma, pues es la historia de alguien que ha muerto tan pobre que no ha dejado nada: "Melville prefiere no escribir una novela cuyo narrador prefiere no hacer literatura acerca de un escribiente que prefiere no escribir".
Moby Dick, por otra parte, tiene también mucho de objeción a la novela. En su tiempo no fue comprendida, más bien rechazada por el lector biempensante, un tipo de lector que quería verse a sí mismo en las novelas que leía. Sin embargo, para el raro Melville el género novela no era un espejo, sino un instrumento de indagación moral y filosófica. Para Melville, la novela estaba muy cerca del ensayo, de la reflexión e investigación acerca de algunas cuestiones urgentes que el sentido común cristiano de la época se negaba a analizar. La tendencia en Moby Dick a proponer un tipo de novela híbrida es de una modernidad indiscutible. Si se analiza bien la sorprendente estructura de Moby Dick veremos que ésta no tenía el menor parangón con ninguna otra novela que se hubiera escrito hasta entonces. Melville se inventa totalmente esa estructura sinuosa, desconcertante, en la que mezcla la narración con tratados de oceanografía y se dedica a una atrevida y angustiosa alternancia entre tierra y mar. El puerto, para él, es despreciable, pues significa la seguridad, el confort (posiblemente se refiere también al confort de leer una novela ortodoxa en el salón de casa, junto al fuego), mientras que la verdad más alta se encuentra en estar sin tierra, a solas con su soledad.
Melville es un lunático del No. Del no, por ejemplo, a las fáciles verdades construidas por los hombres que viven en tierra. A él le interesa el hombre que el viento mueve como una hoja, el hombre que no tiene nada y que lleva una vida -como la llevó el propio Melville- huraña y huidiza. El propio Melville aspiróa ser el Bartleby por excelencia. En una carta a su amigo Hawthorne, alabó el no como centro vacío, pero siempre potente, autónomo, fructífero. "Todos los hombres que dicen sí mienten".
Melville fue siempre un admirador de las empresas espirituales más audaces y atrevidas, algo que en el fondo está conectado con su trágica biografía, hecha de desgracias continuadas, incluida la de haber sido padre de familia, que fue algo que podría haber sido un dulce refugio en su vida desgraciada, pero que se convirtió también en un hecho funestamente adverso: los destinos terribles de sus hijos; la insatisfacción que le reportaba la vida matrimonial; su sentimiento trágico de sentirse un pobre marinero en tierra.
Le imagino subrayando enfebrecido este aforismo de Kafka: "El celibato y el suicidio se encuentran en un nivel similar de conocimiento; el suicidio y la muerte por martirio no, de ningún modo; en cambio, el matrimonio y la muerte por martirio quizá sí".
Su vida recuerda a la de aquel padre de un relato de Kafka que se encontraba a un odradek en las escaleras de su casa. Precisamente el relato de Kafka se titula Preocupaciones de un padre de familia. Entre esa extraña criatura que es odradek y el oficinista Bartleby hay un número considerable de parecidos. Es más, tal vez la ballena Moby Dick no sea más que un odradek gigante, cuya blancura persigue ese fanático del No que es el capitán Achab.
Del mismo modo que existe una afinidad autobiográfica entre la figura de Bartleby y su creador, también hay en Melville esa conexión kafkiana (Bartleby y la etérea figura de Odradek) y una afinidad secreta y central entre el escribiente-odradek Bartleby y Moby Dick. Esta última y esencial afinidad ha sido señalada por muchos comentaristas, de entre los que destaca Jorge Luis Borges. Cuando Melville escribió Bartleby, el escribiente, era un hombre ya decididamente propenso a la soledad, esquivo a la idea de consolidarse como jefe de familia. Se sabe que en esos días, Melville se mostraba misántropo y silencioso y que había en él una inmovilidad pasiva que, por lo visto, le acompañó el resto de su vida. (Abro un breve paréntesis: ¿no es la inmovilidad pasiva lo más opuesto que hay a la conducta que se espera de un padre de familia? Y ahora recuerdo que en cierta ocasión, un amigo me dijo: "Si mi padre hubiera sido un bartleby, podría haber puesto en marcha la revolución de los enemigos de la sociedad cristiana montada sobre las raíces de las egoístas familias y haber dado el primer paso para una sociedad más justa y fraternal de hombres y mujeres solos").
Melville encabezó inconscientemente una silenciosa rebelión de padres de familia. La encabezó sin tal vez acabar de saberlo. Como años después, tal vez también sin saberlo, encabezaría, daría empuje y fuerza negativa autónoma a las preocupaciones del padre de familia que imaginara Kafka, tan preocupado a su vez el escritor checo -preocupado irónicamente- por la desventura del soltero (título de uno de sus relatos breves): "Tener que admirar hijos ajenos (...), componerse un aspecto y un comportamiento calcados sobre uno o dos solteros de nuestros recuerdos de juventud. Y así será, sólo que en realidad, hoy y en adelante será uno mismo quien esté ahí con un cuerpo y una cabeza de verdad, y, por tanto, también una frente para golpeársela con la mano".
Prefiero no continuar, al menos por hoy. Golpearme la frente con la mano, como si fuera el capitán Achab. Y atreverme a decir, en la soledad de mi gabinete, en esta mañana de primavera de 2006, que la cabeza de Melville, desde el primer día en que la percibí, siempre me pareció una cabeza de verdad. Una cabeza en alta mar.
Enrique Vilas Matas es escritor.
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