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Elecciones en Italia
Columna
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La anomalía como norma

La derrota de Silvio Berlusconi en las elecciones italianas comenzó a ser plausible cuando se equipararon el miedo a un Gobierno caótico de una coalición izquierdista variopinta y el pánico ante otra legislatura bajo la dirección de un hombre que siempre fue muy especial, pero que ya es mucho más que excéntrico. Los resultados provisionales demuestran que los miedos son casi parejos, dividen en dos mitades prácticamente iguales a los italianos y auguran inestabilidad o parálisis.

La democracia italiana ha soportado épocas de poder y encumbramiento de mafiosos de sacristía, cleptómanos socialistas, logias multicolor y organizaciones de saqueo en autoservicio. Pero la anomalía como norma, que esa sociedad tan profundamente civilizada que es la italiana podía soportar sin mayores traumas ni dramatismo, puede causar daños irreparables al sistema bajo el mando de un propietario. Si no se puede querer a dos mujeres a la vez y no estar loco, más difícil aún es mantener la cordura cuando hay que luchar a diario por saber si se está en sesión del consejo de ministros o de administración. Si el deterioro de la calidad democrática debido a la concentración de poder político, económico y mediático en sus manos ha sido evidente, cinco años más en el cargo pueden convertir a Berlusconi en una amenaza para la esencia misma de la democracia. Resulta metafísicamente imposible que un ser humano en sus circunstancias no haga trampas en defensa de lo que considera sus intereses vitales. Este argumento ha sido el principal de la Unión.

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Berlusconi se aferra al poder

El desmoronamiento del mapa político de la posguerra hizo posible la llegada a la política y al poder de un Berlusconi que dio una opción al electorado de centro derecha, que había quedado huérfano. Pero la reordenación de ese mapa está lejos de haberse realizado. Il Cavaliere ya fue derrotado en su día por Il Professore, y volvió años después de que Romano Prodi cayera víctima de diferencias dentro de una coalición tan variopinta como la actual, cuyo único denominador común real es la fobia a Berlusconi. Tras una campaña a cara de perro, las elecciones pueden no haber resuelto nada. Habrá que ver si esta vez, de tener mayoría en ambas cámaras, una hipotética coalición bajo Prodi es capaz de aguantar una legislatura votando unida en el Parlamento, o si algunos grupos se lanzarán al secuestro del Gobierno para políticas cheguevaristas en la economía o la política exterior que rompan la mayoría a corto o medio plazo.

En cuanto a Berlusconi, no ha cosechado este resultado, tras una legislatura en gran medida fracasada, por el entusiasmo que produce, cada vez más histrión y caricatura de sí mismo, sino porque es la única opción para evitar una alianza que genera temores que no consiguen paliar el prestigio y la bonhomía de Prodi. Han votado al primer jefe de Gobierno de su historia que ha aguantado una legislatura completa y que se niega tanto a la experimentación social como al inmovilismo. Italia está antigua. Pero no corre hacia atrás, como le pasa a Francia.

La anomalía como norma comienza a ser un lujo que solo los europeos parecen poder permitirse. Se suceden los reveses. Ayer, la fatalidad acabó con una de las mejores promesas políticas de Europa, el nuevo líder del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), Matthias Platzeck, que deja cargos y actividad por un problema coronario. Ayer también se consumó la enésima derrota de la República Francesa en su lucha contra la realidad. Más patéticos que el derrotado Berlusconi se antojan los vencidos Chirac y Villepin. Y no menos esos sindicatos y estudiantes que creen haber ganado algo. A algún rincón de Europa solo le faltan ya los ritos indigenistas para hacer parque temático. Berlusconi es sin duda un espectáculo, pero está muy claro que no es el único.

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