El desánimo
La inseguridad es profunda en asuntos de enseñanza y educación, y me figuro que, en las alturas del Estado, será semejante a la que sienten los padres en el comedor de sus casas, cuando miran al niño que aborrece la lengua y la física. La inseguridad es tanta que ha habido seis leyes de educación en la democracia, una sucesión de palabras capitales, mayúsculas, LODE, LOGSE, LOCE, LOE, jaculatoria o salmodia o conjuro de significado misterioso, olvidable. Parece que, en cuanto cambie el partido en el Gobierno, cambiará otra vez la ley, aunque la educación sea algo más bien tradicional, y lo fundamental que aprenden los niños varíe un poco menos que las normas.
El caso es que lo que derriba estas leyes de escasa perdurabilidad suele ser accesorio, porque el acuerdo en lo esencial resulta imbatible. A la ministra de Educación, San Segundo, casi nadie la conocía, pero contra ella se manifestaron 300.000 personas hace cuatro o cinco meses. Preocupaba entonces mucho el peso de la Iglesia católica en la educación española, pero yo veo que los principales partidos están de acuerdo en lo fundamental: respetar el pacto con el Vaticano y pagar con dinero público los colegios católicos, así como ofrecer, con dinero público, clases de catolicismo en las escuelas.
La preocupación contemporánea, de estos últimos tiempos, a propósito de la presencia católica en la enseñanza es un salto al pasado. Un informe del Banco Mundial de 1962 resaltaba el deplorable estado de la educación en la España franquista, y los ministros del Opus Dei, empeñados en el desarrollo económico, se empeñaron también en el desarrollo educativo.De una educación para privilegiados se pasó a la educación general. Lo ha estudiado Juan Pablo Fusi. En 1955 ocho de cada diez alumnos de bachillerato estudiaban en colegios privados, católicos. Ser bachiller, entonces, te convertía en señor. En 1975 sólo cuatro de cada diez bachilleres salían de los centros católicos, privados. Fusi habla del "desmoronamiento del monopolio educacional de la Iglesia", una cosa decimonónica, previa a la estatalización de la enseñanza.
Los padres de los niños de hoy estudiaron bajo la Ley General de Educación del ministro de Franco Villar Palasí. Yo recuerdo la rebelión contra esa ley en la Facultad de Letras de Granada, aunque la ley, según Fusi, partió de una "devastadora crítica" a la educación franquista. Todavía oigo hablar de la EGB y el BUP, como si fueran títulos de canciones de aquel tiempo, 1970, aquellas canciones de las que ni siquiera sabíamos lo que significaba la letra. Cuando veo cómo el PP convierte en asunto fundamental la catolización de la enseñanza estatal, me veo en tiempos anteriores a la EGB, al BUP, a los planes de desarrollo de los años sesenta.
Habría que dejar atrás la política irreal del cliché, el ataque a la izquierda desde tópicos como su anticlericalismo. La educación es un buen ring, un evidente flanco débil, porque los colegios están fatal, y en Algeciras me comentaba una amiga, hija de profesora de literatura, la ilusión de su madre cuando enseñaba a Quevedo en el instituto. Lo que a mi amiga le llama la atención es que, ahora mismo, no conoce a ningún profesor contento, esperanzado. ¿Puede haber alumnos contentos, esperanzados, con profesores deprimidos? La consejera de Educación, Cándida Martínez, presentaba el otro día el borrador de la Ley de Educación de Andalucía (LEA: marca de crema de afeitar u orden de coger inmediatamente un libro o un periódico) y señalaba un objetivo político: rebajar el fracaso de los niños en las escuelas, un desastre que también afecta a los profesores.
Los propósitos de la futura ley son los propósitos de todo buen maestro: enseñar lenguas y ciencias, hacer atractivas las asignaturas difíciles, evitar suspensos. Esto parece, hablando de leyes, insustancial, obvio. La realidad seguirá siendo la misma que hoy: dinero insuficiente para las escuelas, incómodos barrios, incomodidad laboral. La educación que tenemos está acorde con nuestro modo de vida.
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