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Las dos Españas

Tras los tres mejores decenios de la España contemporánea -en los dos siglos anteriores nunca habíamos gozado de un periodo tan largo de libertad, estabilidad política y crecimiento económico- la masacre del 11-M -también sin parangón en nuestra historia- abre un nuevo paréntesis de incertidumbre. Mirábamos el futuro con optimismo desde la convicción, ampliamente compartida, de que la democracia parlamentaria que arropa a un capitalismo social sería el modelo que traería largos años de bonanza. Pero, cuando empezábamos a enorgullecernos de pertenecer a la tan anhelada Europa, con una renta nacional y un horizonte de vida que atestiguan del bienestar conseguido, de repente se derrumban las certezas que hacía tan poco que habíamos adquirido.

Pese a que en la semana anterior a las elecciones del 14 de marzo el PSOE se acercase al empate técnico, no cabe la menor duda de que la matanza del 11-M influyó de manera decisiva en los resultados, en primer término debido al comportamiento ambiguo, si no claramente engañoso, del Gobierno de Aznar. Se comprende que la dirección del PP, que perdió las elecciones por culpa propia, no se haya repuesto. Rajoy sabe perfectamente que el sábado 13, hacia las siete de la tarde, selló la derrota con su aparición en televisión, denunciando que, justamente en el día de reflexión, se estaban produciendo manifestaciones ante las sedes del PP. Poco después, por el mismo medio, Rubalcaba acusó al Gobierno de haber ocultado que aquella misma tarde habían sido detenidos cinco sospechosos pertenecientes al islamismo radical. El efecto inmediato fue un aumento fulminante del número de congregados en la calle Génova de Madrid y ante otras sedes del PP en varias capitales. Aquella noche una parte de la población, que en una situación normal se habría abstenido, decidió como mal menor votar al PSOE.

Aquellos acontecimientos, indispensables para hacernos cargo dos años más tarde de la situación que vivimos, marcan una verdadera cesura en la vida española, de cuyo alcance no tenemos aún una idea precisa. Empero, la gravedad queda bien patente en las durísimas acusaciones que hace la oposición al Gobierno, al expandir la sospecha de que en el 11-M se esconde una maquinación de la que el PSOE de alguna forma habría participado. Los que así piensan -que no son pocos- dan por sentado que, además de la intrínseca maldad de los socialistas, hubieran controlado parte de la policía en un momento en que se daba por seguro que ganaba el PP. Pero, sobre todo, tendrían que explicar ¿cómo el PSOE sabía de antemano, cuál habría de ser el comportamiento del PP ante una confabulación semejante? ¿Qué hubiera pasado si Aznar, en vez de propalar mentiras, como las que el mismo jueves 11 contó a los directores de los periódicos, para gestionar la crisis hubiera formado una comisión con todos los partidos? Lo más probable es que hubiera ganado el PP y nadie hablaría hoy de tan truculenta conjura, que de ser cierta hubiera aniquilado definitivamente al PSOE, y con él, a la democracia en España. Los que se apuntan a la teoría de la conspiración islámica-etarra-socialista, sean conscientes de ello o no, en el fondo están minando nuestra frágil democracia.

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Si se demostrase que estas recriminaciones tienen un fondo de verdad, el grado de corrupción que instituciones fundamentales del Estado pondrían de manifiesto cortarían de raíz la más mínima confianza en nuestra democracia, abriendo una crisis de incalculables dimensiones. Si tuviese razón el PSOE y la oposición hubiera acudido a estas insidias infames como único medio de recuperar el poder, el pronóstico no sería menos terrible. Muchos a la derecha piensan como los nacionalistas radicales (en este punto coinciden el PP y Batasuna) que la justicia y la policía estarían perfectamente manipuladas por el Gobierno, a la vez que no pocos a la izquierda estiman incuestionable que la derecha estaría dispuesta a emplear los métodos más siniestros con tal de hacerse con el poder. El dilema es estremecedor: para no pocos de nuestros conciudadanos España estaría en manos de unos criminales corruptos o de unos tramposos cínicos que aún no habrían digerido la democracia.

Durante dos años la situación se ha caracterizado por el enfrentamiento de los que acusan al Gobierno de manipular la investigación del 11-M para tapar que hubiera ganado las elecciones gracias a su participación, directa o indirecta, en una trama repugnante, y los que piensan que contamos con una oposición tan irresponsable que estaría dispuesta a manejar los peores infundios, incluso los que minan la credibilidad del Estado de derecho, con tal de conseguir el único objetivo de llegar al poder. Más grave aún, desde los supuestos implícitos en la denuncia de la derecha laconclusión es obvia, habría que derrocar a un Gobierno, cuyo origen es tan inicuo y tan tétrica la política que ha llevado a cabo. Además de aprobar una legislación social y educativa inadmisible a la conciencia católica, atacando a la Iglesia con una virulencia desconocida en estos últimos treinta años, habría hecho frente común con el nacionalismo radical que pretende la desmembración de España. Para los que hagan suyas las acusaciones implícitas en el discurso del PP, que el Gobierno siga contando con la mayoría para gobernar lleva a pensar que el sistema parlamentario en el fondo comporta enormes peligros para la moral pública y la unidad de la patria.

Ante una situación que enciende todas las alarmas, el único farolillo de esperanza que se vislumbra, no es que no sea verdad nada de lo que la derecha sugiere en una cadena de sobrentendidos maliciosos -en la vida social lo que la mayoría cree que es, es- sino que una buena parte de los españoles no se haya encuadrado en ninguno de los dos bandos. El choque frontal de la clase política por suerte no se refleja en la ciudadanía. La gente empieza a manifestar hastío, incluso indignación, ante la cadena de incriminaciones que se lanzan los políticos. Quiero pensar que la derecha amaga con reproducir las hostilidades de los años treinta porque está segura de que el grado de madurez que ha alcanzado la sociedad española, y sobre todo los condicionamientos exteriores por completo distintos de los de los años treinta, hacen impensable que volvamos a las andadas; pero siempre es peligroso jugar con fuego.

La campaña de deslegitimación del Gobierno socialista que el PP ha llevado a cabo durante estos dos años obedece a razones de distinto tipo, desde coyunturales, como la rabia de haber perdido el poder por culpa propia, hasta la debilidad del liderazgo de Rajoy que, tras tan inesperada derrota, ha tenido que compartirlo con un Aznar en la sombra que no ha podido retirarse en olor de santidad, como hubiera sido su deseo. El factor más perturbador en estos dos años ha sido que Aznar y sus adláteres hayan permanecido en el ruedo para defender, tanto el honor -se empeñan en negar, contra toda evidencia, que mintieron en los tres días fatídicos- como el haber apoyado servilmente una política belicista repleta de patrañas, que habrían hecho propia por ignorancia o por cinismo; en ambos casos, no quedan muy bien parados.

El "alto el fuego permanente" modifica sustancialmente la situación, dejando descolocado a un PP que no puede distanciarse de los demás partidos democráticos en la difícil tarea de llegar a una pronta desaparición de ETA en las condiciones por todos asumidas. Los próximos meses pueden estar marcados por la lucha interna entre los que promuevan una nueva política de oposición tranquila, con el objetivo común de estabilizar Cataluña y el País Vasco, y los que traten de aprovechar la coyuntura para radicalizar el enfrentamiento entre las dos Españas. Confiemos que no ocurra lo peor, la ruptura del PP, escindido en un partido nacionalista de ultraderecha, que con el tamaño que ha adquirido la inmigración podría ser explosivo, y otro más centrado, pero demasiado débil para afianzarse entre la derecha dura y el centro-izquierda. La ironía de la historia es que Aznar podría contribuir a destrozar lo que ha sido su mayor timbre de gloria: haber reunido a la derecha en un partido de centro.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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