Cautivos y desarmados
Nuestra Guerra Civil comenzó con el golpe militar de una parte del Ejército, siempre proclive a interferirse en los procesos liberales y democráticos de la sociedad civil. Duró tres años de sangre, sudor y lágrimas.
No sé quién concibió el último parte de guerra del 1 de abril de 1939. Los redactores no actuaron presos de la embriaguez o el ardor del triunfo. De manera clara, admonitoria y lacónica avisaban, como en las guerras de Roma, que no habría piedad con el vencido. Nada podían esperar sino la venganza y su reducción a sujetos pasivos o más bien objetos, de una táctica pensada, diseñada y puesta en práctica en las guerras coloniales.
Sólo una mente perversa es capaz de planificar una especie de solución final selectiva al estilo del nazismo. La represión tenía la doble finalidad de exterminar los cuerpos y de asfixiar los sentimientos de los que vivieron trágicamente el holocausto de sus familiares y amigos.
Ningún resquicio para la tolerancia. La obsesión por eliminar cualquier vestigio de la denostada "democracia partitocrática" llevó a los artesanos jurídicos de los vencedores a construir un entramado de leyes, aparentemente formales, pero carentes de la más mínima legitimidad.
La maquinaria de exterminio se puso en marcha sin solución de continuidad. Los consejos de guerra sumarísimos adquirieron un ritmo trepidante y, en su mayoría, decidieron, en minutos, condenas de muerte y reclusiones a treinta años. Las ejecuciones se publicaban, al igual que los bandos de los ejércitos de ocupación, en los periódicos hasta que se dieron cuenta de que las hemerotecas terminarían volviéndose en su contra.
Los que no fueron llevados a las tapias de fusilamiento se convirtieron en cautivos encerrados en su propio cuerpo y en su propio país. Como sombras deambulantes no podían exteriorizar ni el dolor ni el grito ante la barbarie y la injusticia. No sólo perdieron su capacidad de vivir; fueron acallados en sus creencias y de la posibilidad de exteriorizarlas. Si quería buscarse un espacio vital en la euforia arrogante de los vencedores, debían negar sus ideas y adoptar aquellas que habían oprimido y causado la muerte de sus allegados. Sus bienes, como en una conquista, fueron botín de guerra y las confiscaciones se plasmaron y legalizaron con pretensión de futuro en una Ley de Responsabilidades Políticas que daba patente de legitimidad a los expoliadores.
Los vencedores tuvieron cuarenta años de dominio total sobre la vida y haciendas de los cautivos. Durante este tiempo se otorgaron todo género de ventajas para favorecerse con cargos públicos pagados con el dinero de todos; también de los vencidos.
Los vencedores, a duras penas, se resignaron ante la muerte del Caudillo-Icono que representaba tanta ignominia. Nunca pensaron que se debía dar paso a una alternativa que aborrecían. La democracia presente es el fruto de la lucha de la oposición que sólo pudo reconstruirla bajo la atenta vigilancia de los poderes tradicionales. Sólo pusieron como condición que se respetaran los derechos y prebendas adquiridos y disfrutados generosamente, a cambio de condescender con que se instaurase un régimen de libertades que devolvió la soberanía al pueblo español.
Ahora, a los setenta años del inicio de la confrontación entre españoles, muchos de los cautivos y los depositarios de su memoria sólo quieren recuperar el orgullo de sentirse españoles y defensores de los valores de la República, única fuente inspiradora de nuestra actual Constitución.
No se puede esperar ni un momento más. No cabe esgrimir los fantasmas del pasado. Ni los ciudadanos españoles lo consentirían ni ninguna facción tendría el apoyo interno y externo para volver al túnel del tiempo.
He dicho a menudo, desde hace bastante tiempo, que los consejos de guerra sumarísimos son nulos de pleno derecho e incompatibles con las normas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos incorporados a nuestra Constitución. El Congreso de los Diputados, recientemente, acordó una proposición no de ley solicitando la nulidad del consejo de guerra que llevó al paredón a un democratacristiano catalán. ¿Qué dificultad existe para extender esta decisión a todos los condenados, en condiciones de absoluta indefensión, por unos tribunales ilegales?
El expolio de las almas es difícil restituirlo y en gran medida depende de la fortaleza y dignidad de los que vieron cómo sus deudos y familiares eran expulsados de la única España que monopolizaron los vencedores.
El despojo material también puede y debe ser corregido. Los que han amparado la ley de devolución del patrimonio sindical a UGT no pueden alegar dificultades insalvables. Nadie entendería que esta reparación es posible sólo en este caso y que no se puede extender una ley semejante a todos los grupos y particulares afectados por la Ley de Responsabilidades Políticas o por simples usurpaciones y extorsiones delictivas.
El 1 de abril de 2006 se puede y se debe dictar el último bando. La Constitución democrática debe anunciar que todos tendrán derecho a una reparación justa de sus agravios.
Cuando escribo estas líneas, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa ha aprobado dirigirse al Consejo de Ministros para que el 18 de julio de 2006 se declare día oficial de condena del régimen de Franco. La Asamblea espera que el debate actualmente en curso en España desemboque en un examen y en una evaluación completa y profunda de los crímenes del régimen franquista.
La memoria histórica ha arraigado fuertemente en los descendientes de los vencidos que sólo han conocido la democracia como forma de convivencia. Saben que todavía quedan muchas fosas ocultas en los campos de nuestra patria.
Los familiares de los desaparecidos sólo quieren que les permitan hundir sus manos abiertas en la tierra de todos los españoles para sentir el calor de sus antepasados y devolverles a la condición de ciudadanos. Esta tierra que nos ha de cubrir a todos, como dijo Manuel Azaña en plena Guerra Civil, debe poner punto final a un agravio histórico, haciendo real y efectivo su clamor de Paz, Piedad y Perdón. Ahora, además, es la hora de la Justicia.
José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.
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