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La hipocresía de la ayuda al desarrollo

Los habitantes de Sicilia, las Canarias y otras zonas del Sur de la UE están muy preocupados por el incesante flujo de inmigrantes ilegales que tratan de tomar tierra en sus costas. De la misma manera poblaciones del Este de Europa temen avalanchas de inmigrantes extracomunitarias. De igual manera los norteamericanos ven cómo latinoamericanos y caribeños tratan de llegar como sea a suelo norteamericano.

Algunos países tratan de atajar este movimiento con costosos controles policiales o con la construcción, incluso, de barreras físicas, pero lo único que nos demuestran las migraciones ilegales actuales es que los esperados dividendos de la paz derivados del fin de la guerra fría no se han producido y que la brecha Norte/Sur, Ricos/Pobres, sigue agrandándose y conduciendo a situaciones de desespero que llevan a la gente a arriesgar la vida en busca de un futuro mejor en el Norte.

Es cierto que los países ricos agrupados en el Comité de Ayuda al Desarrollo de la OCDE tratan de ayudar a los países pobres a salir de su situación de pobreza y alcanzar, al menos, los lindes de dignidad humana que les supondría poder alcanzar los objetivos de Desarrollo del Milenio proclamados por las Naciones Unidas en el año 2000 y referidos a hambre, analfabetismo, salud y otros.

El problema es que los gestos de buena voluntad no bastan y empieza a ser necesario que todos vayamos tomando conciencia de que en un mundo interdependiente y globalizado, como el que estamos viviendo, muchos de los males que aquejan a los países pobres pueden llegar a afectar muy negativamente la propia continuidad de los procesos económicos y sociales en nuestros países ricos. La gripe aviar, la propagación del sida o hasta la masiva llegada de inmigrantes son un ejemplo de que el mundo tiene que afrontar problemas globales que solamente pueden solucionarse con soluciones globales.

En diferentes citas internacionales convocadas ha quedado patente la buena voluntad de la mayoría de los grandes donantes respecto a ir incrementando los niveles de ayuda financiera al desarrollo para irlos acercando el largamente deseado 0,7% que se pactó hace ahora 30 años. Ha quedado, también, patente la intención de ir mejorando el acceso de las exportaciones de los países pobres hacia los mercados de los países ricos y mucho se ha hablado, también, de tratar de insertar a los países pobres en la división internacional del trabajo impulsando las inversiones internacionales hacia ellos.

Pese a estas buenas intenciones, hay una gran disparidad entre lo que se declara en los foros internacionales y las realidades de soporte que estas posiciones encuentran en el marco de cada uno de los países ricos. Estamos metidos en un círculo de hipocresía colectiva.

En cuanto nos ponemos a hablar de aumentar los flujos de ayuda oficial al desarrollo hasta el 0,7%, las autoridades presupuestarias nacionales recuerdan que mantener los equilibrios presupuestarios resulta difícil en un momento de escaso crecimiento y que sostener nuestro "Estado del bienestar" resulta costoso.

En cuanto nos ponemos a hablar de aumentar las inversiones privadas hacia el Tercer Mundo empiezan a surgir los temores a las deslocalizaciones con lo cual se estima incongruente promocionar inversiones en los países pobres salvo en aquellos casos en que ello contribuya a hacer aumentar nuestras exportaciones.

Cuando empezamos a hablar de abrir nuestros mercados a las exportaciones de los países pobres se producen reacciones virulentas de los grupos de presión proteccionistas respecto a los sectores en los que los países pobres podrían tener ventaja comparativa. Por ello, ni los mecanismos de apertura del Sistema Generalizado de Preferencias Arancelarias a favor de las exportaciones del Tercer Mundo alcanza la efectividad que se requeriría, ni los lentísimos avances que se registran en la Ronda de la OMC de Doha cumplen con el objetivo de ser una auténtica "Agenda de Desarrollo" a favor de los países pobres como se pretendió al iniciar la Ronda en 2001.

La conclusión de todo ello es que las correas de transmisión de desarrollo entre el Norte y el Sur funcionan mal y los países del Sur avanzan menos de lo que sería necesario para evitar que sus ciudadanos más espabilados elijan el camino de la emigración hacia el Norte para sacar a sus familias de la miseria.

Si no solucionamos los contrasentidos entre el buen deseo de ayudar y la realidad de lo que somos capaces de hacer en favor de los países pobres y demográficamente mucho más potentes que nuestros envejecidos países del Norte, las emigraciones masivas Sur/Norte van a ser el gran tema y la gran preocupación del siglo XXI. Si los españoles, los italianos o los irlandeses nos fuimos a hacer las Américas en siglos anteriores, ¿cómo vamos a pretender que los africanos o los latinoamericanos no vean en su emigración al Norte su tabla de salvación?

Francesc Granell es catedrático de Organización Económica Internacional de la UB. Su último libro es La Coopération au développement de la CE.

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