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Un mundo en cambio, y nosotros a vueltas con el Estatuto

Antón Costas

Vivimos una época de cambios rápidos, globales e irreversibles que van a modificar las condiciones de trabajo y de vida que hemos disfrutado a lo largo de las últimas décadas. Durante un siglo cada generación ha conseguido vivir mejor que la precedente. Pero ahora es probable que las generaciones jóvenes (las nacidas después de los años setenta) acaben viviendo bastante peor que sus progenitores. Pero no sólo ellas se verán afectadas.

Hace unas semanas señalé en estas mismas páginas (EL PAÍS, 10 de enero de 2006) que el elevado precio de la vivienda constituye de hecho un mecanismo que transfiere rentas desde los jóvenes hacia los mayores, transferencia que va a continuar prácticamente a lo largo de toda su vida, en la que permanecerán endeudados.

La reforma estatutaria ha sido el campo de batalla para disputar la lucha por la hegemonía política y ver quién concentra el poder político en las próximas dos generaciones

Los cambios que están teniendo lugar en la ciencia, la tecnología y la economía van a proyectar sobre nuestras vidas todo tipo de efectos. Los jóvenes de los países desarrollados se están viendo obligados a compartir empleo y salarios con los trabajadores de los países emergentes de Asia y Europa del Este. Desde hace cinco años, los salarios están creciendo cada año a ritmo menor que el anterior. Es un fenómeno que afecta a todos los países desarrollados, relacionado con los cambios que trae la globalización. Y no ha hecho más que empezar.

Aunque en nuestro caso la cosa es peor. Los salarios reales no sólo no crecen, sino que han disminuido como consecuencia de la mayor inflación. El salario medio real de los trabajadores catalanes era al final de 2005 igual que hace cinco años. Para agravar la situación, el empleo del que proceden esos salarios es cada vez más precario. Y lo que es peor: los jóvenes de entre 16 y 25 prácticamente no se han beneficiado del empleo creado en 2005. Y, por si no fuese suficiente, las perspectivas no mejoran: el empleo de los más jóvenes permanecerá estancado.

Pero los cambios que estamos viviendo no influyen sólo en el futuro de los jóvenes. También la generación del baby-boom, la de los nacidos entre los años 1945 y 1960, se ve afectada. La causa en su caso es lo que está ocurriendo con la demografía. El aumento espectacular de la esperanza de vida va a ser un verdadero tsunami demográfico, con consecuencias profundas y duraderas de diverso tipo: ¿qué van a hacer con esos 20 o 25 años de jubilados?, ¿quién pagará sus pensiones?, ¿cómo van a utilizar su creciente influencia política al ser cada vez más numerosos?

Por otro lado, la generación adulta, la de entre 35 y 65 años y que tiene los mejores empleos y salarios, está viviendo también bajo la ansiedad que significa la deslocalización de empresas o actividades económicas. Hasta ahora ese troceamiento de la cadena de valor de las empresas afectaba básicamente a actividades intensivas en trabajo de baja cualificación: los llamados "cuellos azules".

Pero las tecnologías de la información y telecomunicaciones por satélite permiten ahora a las empresas capturar ganancias de productividad de profesionales bien preparados de otros países. Por lo tanto, la deslocalización afectará cada vez a los servicios y a profesiones liberales, es decir, a los "cuellos blancos". (Veo que Iberia ofrece como un beneficio a sus mejores clientes el que, en caso de enfermedad grave, puedan tener una segunda opinión médica con los mejores profesionales del mundo a través de consulta on line). Médicos, abogados, psicólogos, arquitectos y otros profesionales verán cada vez más amenazada su posición por la competencia de profesionales de otros países. La reciente directiva europea de liberalización de los servicios (directiva Bolkeinstein) acentuará esa amenaza de deslocalización.

Podría seguir con los ejemplos. Pero creo que son suficientes para poner de relieve los rápidos, intensos e irreversibles cambios que están teniendo lugar a nuestro alrededor. Cambios que van a afectar profundamente a nuestras fuentes de trabajo y bienestar.

Y mientras tanto, nosotros a vueltas con el Estatuto.

Es posible que necesitásemos un nuevo Estatuto. De hecho, los nuevos criterios de financiación negociados con habilidad y buenos argumentos por el consejero Castells permitirán construir un modelo con más capacidad y autonomía financiera. Pero lo que sí es seguro es que necesitamos nuevas y mejores políticas públicas para hacer frente a esos cambios. Sin embargo, tal como se ha desarrollado hasta ahora, la batalla del Estatuto tiene poco que ver con ese objetivo. Buenas políticas se podían hacer también con el viejo Estatuto. Ejemplos tenemos en los últimos años, como el control del déficit, el plan de la energía, el impulso a las infraestructuras y el plan nacional por la educación.

En realidad la reforma estatutaria ha sido el campo de batalla escogido por Maragall, Carod Rovira y Saura, en el Pacto del Tinell, para la lucha por la hegemonía política en Cataluña, para ver quién concentra el poder político en las próximas dos generaciones. Y el motivo escogido fue disputarles la bandera del nacionalismo a los nacionalistas. Ante tal reto, Artur Mas no tenía más remedio que recoger el guante y elevar la apuesta, aunque fuese como simple recurso táctico. Y ahí les tenemos, como jóvenes gladiadores luchando por la supervivencia y el favor del emperador, quien, por cierto, también se juega mucho en el envite. Y como en la guerra todo vale, después de los golpes bajos, alianzas imprevistas y añagazas, ahora veremos tácticas dilatorias. El objetivo, como digo, es el poder. Unos para mantenerlo. Otros para recuperarlo. Tanto en Cataluña como en Madrid.

Pero mientras nuestros políticos siguen enfrascados en sus batallas de poder, ese mundo en rápido e irreversible cambio seguirá ahí, cada vez más amenazante para todos nosotros, pero especialmente para las generaciones más jóvenes y para aquellos que han de jubilarse en los próximos 10 o 20 años. El riesgo es que la prolongación de la batalla estatutaria consuma fuerzas y energía que son muy necesarias para afrontar esos cambios.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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