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Música, maestro

Venimos del vacío y, seguramente, de no inventarse antes del momento definitivo algún elixir que lo evite, iremos a la nada. Huimos de la muerte y, ya que no podemos quitar los años, los vamos adornando y afeitando, como si fuesen temibles toros, y no hay más que contemplar la silueta de hombres y mujeres de edad adulta y eternamente jóvenes, que visten y actúan como jóvenes, que aparentan serlo, lo cual es, a veces, más que patético, desconsolador. Venimos del vacío o de la nada, a saber, e iremos a la nada, nos pongamos como nos pongamos, aunque nos aferremos a la quimera de Peter Pan, o a la del Principito. Quizá la nada a la que vayamos sea mejor que la nada de la que venimos. Baroja, en su hermoso cuento Mari Belcha, se pregunta, al indagar sobre el porqué del llanto de los seres al nacer: "¿Por qué lloran los hombres cuando nacen? ¿Será que la nada, de donde llegan, es más dulce que la vida que se les presenta?" Venimos de la nada, o del vacío, y todo lo que se crea va surgiendo de ese espacio. La vida, en su doble faceta de creación y destrucción, no es más que ir ocupando, y desocupando esa nada cotidiana, esa nada que crece y mengua, que aumenta y disminuye con nosotros y en nosotros.

El País Vasco es tierra de grandes y entrañables músicos como de excelsos e inmensos poetas
La música nace del silencio y va hacia él; la palabra nace de la nada y va hacia ella

Los autobuses urbanos de San Sebastián son muy pedagógicos. Uno entra en ellos, se sienta, si hay lugar, y puede contemplar, si le dejan, en una pequeña pantalla de televisor imágenes, muchas imágenes, referidas a temas variados y dispersos. Son extractos de noticias o breves y concisos consejos culinarios, sanitarios o simplemente turísticos. Incluso se ven, si se presta atención, máximas y frases sueltas de afamados, aunque no demasiado leídos, pensadores, pero por algo hay que empezar. Está bien saberse de memoria El ser y la nada, pero antes que nada hay que ser, y no viene mal serlo viajando en transporte público en medio de ruidos más o menos soportables, entre miradas diferentes e indiferentes, conversaciones atroces o insustanciales, increíbles o intrascendentes, posturas inusuales o extrañas, porque un autobús es un mundo, aunque no todo mundo sea reducible al tamaño de un autobús lento, pero seguro. La frase era de Nietzche: "Un mundo sin música es un absurdo". Podría haber añadido el filósofo que también lo es un mundo sin palabras, sin gestos, sin sonidos, sin agua de colonia, sin humor, sin moscas, sin tortilla española, sin jamón y sin vino.

Pero el absurdo no es tan absurdo, porque la música está en todas partes. Cada cultura posee su propia música. Cada ser posee la suya, amalgama de ritmos y pausas respiratorias y sustentada, sobre todo, en el recuerdo. La música nace del silencio y va hacia él; la palabra nace de la nada y va hacia ella. Todo es flujo y reflujo. En algún lugar, sin embargo, música y palabra se juntan, se saludan, se cogen de la mano y salen a bailar o a saltar como animales rítmicos que son. Nunca se sabe cuándo ni dónde va a suceder, pero es un acto natural y, ciertamente, mágico, como cuando un señor vestido de negro y con rostro adusto y delgado, como de no haber comido o haber comido espinacas, saca un conejo blanco de un sombrero largo y deslustrado. Lo que diferencia a los niños de los adultos no es la edad, sino su asombro ante la magia. Y es ciertamente el asombro, ante el todo o ante la nada, que es lo mismo, lo que empuja al poeta a armar con palabras un mundo a su medida y al músico a llenar de sonidos la despensa del mundo, que es el alma, aunque no lo parezca. Hay poetas que son músicos, y músicos que son poetas, a su manera, porque cada cual busca con su arte la perfección formal y la riqueza moral, en el límite de su existencia.

El País Vasco es tierra de grandes y entrañables músicos como lo es de excelsos e inmensos poetas, como praderas sin fin, como montes sin cima, como mares sin domesticar. Alberto Iglesias, los hermanos Muguruza, Tomás San Miguel, Luis de Pablo, Carmelo Bernaola, Karlos Gimenez, Iñaki Salvador, son entre otros, porque es larga la nómina, artistas que de alguna manera han entendido la música como quehacer poético. Alberto Iglesias en Cautiva, unía a la música textos de Joyce (Música de Cámara) y de Ezra Pound (Alabanza a Isolda). Escribe Pound en el poema citado que "las palabras son como las hojas, viejas hojas amarillentas en primavera, que vuelan sin saber a dónde, buscando una canción". La música juega con las palabras, la música las hace aparecer en su espejo de sonidos. Escribe Joyce que "de los recuerdos partiremos". También vamos al recuerdo.

La canción es lo que nos ata a la infancia, con hilos finos y duros, con hilos tensos y dorados. La música es ese eco de tiempos pasados que nos rescata de la nada de la que provenimos y nos sumerge en otra nada líquida e impetuosa.

No hay arte, que en mayor o en menor medida, no se alimente del recuerdo, de lo que fue o de lo que no. Es objeto de la música, sobre todo, despertar en el oyente el rumor del pasado, que como un viento viene y agita la propia existencia. Es objeto de la poesía el sacar a la luz, con palabras, lo que está oculto en el interior del oyente, o del lector, agitar su noche como agita el aire la luz de una candela, encender su día, como el tibio rayo de sol que entra en la habitación en la mañana fría, azulada y limpia.

Ni el poeta sabe para quién son sus versos, ni el músico sabe para quién son sus acordes, y si afirma que lo sabe, se engaña, como nos engañamos todos en la realidad diaria, tan sólo que el poeta y el músico se engañan en su imaginación, que es más difícil, pero sucede. Mentirse en la verdad de la vida es triste y deplorable, ciertamente, pero mentirse en la verdad del arte, es fatal. Ya lo decía Luis de Pablo: "No sé para quién compongo: sí sé que necesito componer para vivir. Definir mi música sería como definirme a mi mismo. Lanzo lo que hago frente a la enorme indiferencia del mundo".

Indiferencia, otro nombre del vacío o de la nada que nos rodea.

Felipe Juaristi es escritor.

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