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Columna
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Funambulismo

Enrique Gil Calvo

El segundo aniversario del 11-M ha estado ensombrecido por su sectaria manipulación a manos del PP y la prensa que le sirve, sin complejos ni escrúpulos para deshonrar a las víctimas de aquella matanza con tal de sacar partido en su intento de tapar y encubrir sus propias responsabilidades. En otra columna próxima habrá que volver sobre este indigno negacionismo que practica el PP. Pero antes hay que detenerse a evaluar la ejecutoria del Gobierno de Zapatero, justo ahora en que acaba de cumplir sus dos primeros años de ejercicio del poder, mientras cruza el ecuador de su primera legislatura.

Cuando ganó limpiamente pero contra pronóstico las elecciones del 14-M, a Zapatero se le planteó un dilema ético. Todos fuimos conscientes, y él también tuvo que serlo, de que aquel resultado no significaba una victoria suya sino una derrota de Rajoy, como sucedáneo designado por Aznar. El veredicto electoral no implicaba un voto de confianza al PSOE, por los méritos de su candidato y su programa, sino un voto de castigo al PP, para hacerle pagar sus responsabilidades por su indigna gestión de la última legislatura y en particular de la matanza del 11-M. Y esto último era lo más grave, pues todos comprendimos, y Zapatero tampoco podía ignorarlo, que sin aquel atentado él no habría ganado el 14-M. De ahí el dilema. Políticamente, tenía derecho como vencedor de los comicios a gobernar aplicando con partidismo su programa electoral. Pero lo más ético y caballeroso habría sido gobernar con imparcialidad y moderación suprapartidistas, a la espera de convocar nuevas elecciones una vez recuperada la normalidad tras un tiempo prudencial que permitiese cerrar el sumario del 11-M. Pero Zapatero optó legítimamente por seguir el consejo de Maquiavelo y aprovechar la ocasión que le brindaba la diosa Fortuna. Así que eligió gobernar a discreción.

Ahora bien, como era de dominio público lo discutible de su decisión, pues su acceso al poder en estado de excepción le restaba legitimidad de origen, decidió curarse en salud y apuntar por elevación, ampliando su programa de gobierno a fin de adquirir mayor legitimidad gracias a un ejercicio del poder pretendidamente providencial. Así fue como se propuso la misión redentora de arreglar España de una vez por todas, como hubiera intentado Don Quijote de habérsele brindado la oportunidad de hacerlo. Con esto olvidaba que, como nos advirtió Ortega y Gasset, España no tiene arreglo, y lo único que se puede hacer con ella es "conllevarla", aprendiendo a convivir pacíficamente con sus peores defectos: invertebración, sectarismo, beligerancia, teatralidad, etcétera. De ahí que cuando Zapatero ha puesto manos a la obra de arreglar España, también ha abierto, como buen aprendiz de brujo, una complicada caja de Pandora, dispersando a los cuatro vientos una cascada de problemas irresueltos.

Con su mesianismo providencial, Zapatero se marcó una ambiciosa agenda difícilmente realizable, que en la práctica implicaba recaer en el vicio de la "hipertrofia legislativa" (como lo denomina críticamente Francisco Laporta), creadora de una grave inseguridad jurídica. De las múltiples leyes aprobadas, algunas son beneficiosas (como la reforma del divorcio), otras discutibles (como la prohibición del tabaco) y también las hay polémicas (como la reforma en curso del Estatut catalán, que acelera la desordenada fragmentación del poder territorial). También hay flagrantes carencias, como la doble reforma laboral e inmobiliaria que tan urgente resulta para desbloquear la emancipación de las mujeres y los jóvenes. Pero lo peor de todo es quizá la falta de dirección y liderazgo, que impide alcanzar el consenso político que resulta necesario para que tales reformas sean viables. Y es que hasta ahora Zapatero gobierna como un funámbulo, obligado a hacer equilibrios en la cuerda floja que tensan en direcciones opuestas Mas y Carod, Otegi y Rajoy. Un funambulismo que debería sujetarse a un diseño estratégico de mayor visión.

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