_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Acerca del 'interés general'

Se habla estos días de mercado, de patria y de capital. Casi como si estuviéramos en un momento histórico y convulso de la envergadura de los de 1848 en tantas capitales de Europa. Y de un concepto jurídico indeterminado -el interés general- que debe ser revisado en cuanto a alguno de sus ejes vertebradores. Revisado sin complejos desde los nuevos escenarios europeos e internacionales que hemos venido asumiendo consciente y paulatinamente, propios del modelo del capitalismo del siglo XXI en que nos hallamos y que, por cierto y a pesar de sus efectos perversos, también nos han colocado de manera privilegiada en el escenario global.

¿Por qué digo revisar? Vayamos por partes. Europa se ha construido a sí misma -todavía casi intacto el dogma de la soberanía nacional de signo no económico, como vamos viendo- en torno a un modelo de mercado que, recordémoslo, no es un modelo ultraliberal incontenido. El mercado interior, mucho más allá de la simple noción de prohibición de toda discriminación o de abolición del trato desigual a personas, sociedades productos o servicios, exige la abolición de toda restricción a la libre circulación, y es una realidad estructural que permite, como espacio abierto que es, la generación de unas economías de escala para todos las empresas, europeas o instaladas en Europa, con potentes resultados económicos. Cualquier disposición o previsión estatal, cualquier medida pública de cualquiera de sus 25 Estados miembros no puede, estructuralmente, desviarse de esta realidad, bajo el deber de "cooperación leal" del artículo 10 del Tratado.

Credibilidad del mercado, sí, pero también credibilidad de sus límites, límites fundamentalmente construidos por la jurisprudencia de nuestra Supreme Court comunitaria, el Tribunal de Justicia de Luxemburgo. ¿Cuáles son esos límites? Pues la noción de interés general y el principio de proporcionalidad, principio inherente a toda norma jurídica en orden a su aplicación, pero que cobra dimensiones constitucionales en la construcción del modelo comunitario. (a) En el ámbito societario cabe admitir por ejemplo, según la justicia comunitaria, que existan razones imperiosas de interés general en la protección de los intereses de los acreedores, de los socios minoritarios, y de los trabajadores (sentencia Überseering), o en la preservación de la eficacia de los controles fiscales y de la lealtad de las transacciones comerciales (sentencia Inspire Art). Interés general que en determinadas circunstancias puede justificar una medida que restrinja la libertad de establecimiento. Un razonamiento equivalente funcionaría en el ámbito de la libre circulación de capitales. En segundo lugar, el Estado interesado debe invocar ese interés general (b) de manera necesaria y proporcionada, es decir que, en balance de proporcionalidad, no exista una medida alternativa menos restrictiva. Por supuesto que estamos hablando de otro concepto jurídico indeterminado más, el interés general, y de sus dificultades de aplicación. Pero a diferencia del contexto interno donde la invocabilidad de esos conceptos (interés público, orden público) llega tantas veces al terreno de lo jurídicamente arbitrario a pesar de la virtualidad del principio de tutela judicial efectiva del artículo 24 de nuestra Constitución, en los goznes entre lo local y lo intracomunitario, entre el interés estatal proporcionadamente argumentado y la lógica del mercado interior, la justicia comunitaria y la interpretación histórica del tribunal ha funcionado muy receptivamente, decidida a ser garante en esa delicada apreciación.

De esa manera, de la articulación de los intereses estatales con el modelo común se van definiendo dialécticamente los límites de éste, en el dictado y en la gestión de lo cotidiano, de las decisiones ordinarias de compatibilidad entre lo de cada uno y lo común, propio de un modelo europeo que es diverso por naturaleza, y que no pretende uniformizar ni liberalizar a toda costa. Recordémoslo bien: un modelo que acepta de principio esa diversidad -que es su fuente de riqueza- siempre que los ejes vertebradores no chirríen. Y para que no chirríen hace falta dos cosas de una importancia trascendental: por una parte, no hay que elevar a una falsa dimensión comunitaria aquello que, de momento, aún no lo ha sido, ni hay que ir a buscar un opa shopping rompiendo ciertos principios -"abusando" estratégicamente de la norma liberalizadora- y generar fractura interna en términos políticos, si no queremos considerar tales actuaciones contrarias a ese interés general, en su aspecto constructivo, distinto de su función como excepción o justificación. La supresión de toda restricción a la libertad entre Estados miembros no debe ser planteada, inversa y perversamente, como estrategia de oposición intralocal. Y en segundo lugar, se debería conocer más y saber comprender los engranajes del mercado interior y preparar nuestras empresas sin ignorar olímpicamente unos mecanismos asumidos hace ya 20 años -¡cómo han cambiado la faz de nuestro país! En éstos se abandona, cuando hay competencias comunes, toda referencia al criterio de la nacionalidad, lección que tendríamos que haber ya aprendido, sin amenazarla con conceptos tales como el de reciprocidad entre Estados miembros, un concepto absolutamente para olvidar. O con piezas legislativas "a medida", so pena de pérdida total de credibilidad. Hay, en consecuencia, que abordar esas difíciles decisiones internas argumentando la existencia de objetivos legítimos de interés general entendido como parece que en este caso es: un interés fundamental de los consumidores a los que se presta servicio desde España, y no como un interés del capital español, por el hecho de simplemente serlo. La seguridad del abastecimiento, la proximidad en la gestión, entre tantos otros argumentos de invocabilidad, sí. La seguridad nacional, no. El interés general no es, tampoco en estos casos, interés puramente nacional, aunque en ocasiones coincidan en resultados. Lo acaecido en Francia estos días sirve de lección de buena decisión. Aprendamos de una vez este discurso, tan cómica y patéticamente desenfocado últimamente. Y recuperemos, si nos es aún posible, la lucidez, y en consecuencia la credibilidad.

Blanca Vilà es catedrática de Derecho Internacional Privado y ocupa la cátedra Jean Monnet de Derecho Comunitario Europeo de la UAB.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_