"Si me quedé para siempre a vivir en Madrid fue por amor"
Adelina da Silva habla con los ojos. Irradia felicidad y su voz desgrana retazos en portugués, la lengua materna que aprendió en su Porto Alegre natal. Está muy lejos de su numerosa familia -son 11 hermanos- y no deja de extrañar-los. Pero elige Madrid para forjar su vida.
"Me vine en 1991, hace ya 15 años. Fue por seguir a mi jefe, que viajó a Madrid para montar una empresa", relata. Vive en un apartamento de Ciudad Lineal, desde donde contempla buena parte del paisaje madrileño. "Me iba bien, y no pasaba demasiados apuros. ¡Pero hay oportunidades que aparecen sólo una vez en la vida!", comenta. Sus ojos bailotean, y parecen reafirmar la elección de su dueña.
Morena como el ébano, Adelina recuerda cada momento de su pasado como si lo estuviera viviendo. Es la envidia de cualquier disco duro. Lo almacena todo. "Adaptarme me costó mucho. No conocía a nadie, y lo único que hacía era ir de casa al mercado y del mercado a casa", rememora. Adelina no lo pasó nada bien. Estuvo a punto de volver a Brasil, cuando vio el recibo de su primera nómina: "¡Eran doscientos dólares! Y con eso no podía hacer nada. Ni siquiera hacer frente a mis gastos personales", afirma. Otra vez, los ojos. Ahora no bailotean. Su danza es mucho más cadenciosa. Parecen tristes.
Era 1991, y a Adelina le llamaba la atención que por la calle no hubiera casi morenos. "La mayoría de los inmigrantes de aquella época eran mujeres que iban a trabajar a casas de familia. No había hombres. Y mucho menos, morenos", describe. Su suerte cambió cuando conoció a la primera compatriota en tierras madrileñas. "Se convirtió en mi primera amiga. Comencé a salir de casa y a conocer cada vez a más gente", recuerda Adelina.
Ya no estaba más con el jefe que la empujó hacia la emigración. Habían discutido por los horarios de trabajo y Adelina renunció. "Por suerte, mi pareja [Ramiro, asturiano] me ayudó. Estuve casi cuatro meses hasta que conseguí un empleo nuevo", cuenta.
La familia de Adelina estaba preocupada. Ella no sabía cómo decirles que en su interior, la decisión estaba tomada. Iba a quedarse a vivir en Madrid. "Si yo estoy acá es por amor. No tengo dudas. Sin él [habla de Ramiro, y otra vez los ojos vuelven a su estado de gracia, chispeantes], quizás me hubiera vuelto a casa", confiesa. Adelina es el canto a la sonrisa. El blanco marfil de sus dientes amplificados contrasta con su tez. Es una mujer feliz en Madrid.
"A esta ciudad no la cambio por nada. Es mi lugar en el mundo y resulta muy cómodo poder ir de un lado a otro", detalla. Sólo la exasperan los atascos, el ruido de los claxones y las obras. "Pero son cosas que todas las grandes ciudades tienen, ¿no? Habrá que acostumbrarse", dice. Y guiña un ojo. Busca un cómplice.Suelta más frases, como si su capacidad de descripción fuese el secreto mejor guardado por su ADN. "Si vienes a Madrid sin conocer a nadie, la estadía se hace muy dura", reflexiona Adelina. Y revela: "Por eso yo les aconsejé a todos mis hermanos que se quedaran en casa y terminaran sus estudios. Quizás aquí se gane más dinero, pero también gastamos muchísimo más".
El sueño de la familia madrileña quedará para más adelante - "cuando haya dinero", dice ella, que no puede tener hijos-. La posibilidad de adoptar uno late en su corazón: "¡Me encantan los niños!" Por enésima vez, sus ojos parecen saltimbanquis. Van de un lado para otro. Son el mejor reflejo del estado natural de Adelina: la alegría.
Ella contagia el fervor por esta ciudad como todo madrileño de ley. Pero se ofusca cuando le hablan de inmigración y de violencia: "Mucha gente cree que la mayoría de los inmigrantes viene a pelearse, porque lo ve por la televisión. Eso no es así, y muchos de nosotros estamos aquí para trabajar y ganarnos la vida", protesta Adelina. De golpe, se asoma al balcón y contempla Madrid. "Esta ciudad es maravillosa", dice.
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