Un matrimonio igual a 100.000 dólares
Un buen matrimonio podría aportar una felicidad equivalente a unos 100.000 dólares de más. No es una cantidad en absoluto despreciable pero ¿quién renunciaría a ella? Renuncian aquellos que, acaso por ignorancia o por esnobismo, cohabitan sin dar título sacramental u oficial a su relación. Tal conclusión, con su correspondiente cálculo monetario, ha sido divulgada recientemente por zenit.org, agencia de noticias internacional católica, reproduciendo aquí los estudios de David Blanchflower, ocupado en rastrear la felicidad en los territorios no fiduciarios.
Pero, el matrimonio ¿no conlleva también una implícita ecuación comercial que, en su desarrollo, continúa reproduciendo las normas del intercambio mercantil? Efectivamente, se registran algunos casos de enamoramiento en que las consideraciones dinerarias no intervienen aparentemente en el enlace, pero ¿cómo no suponer que los desequilibrios en la dotación económica actúan tarde o temprano en el funcionamiento interno? El romanticismo altruista y prematrimonial se reconvierte en imprevisibles espasmos, ajustes y rendición de cuentas tras un primer trayecto cordial. Pero, aun siendo generalmente así, ¿por qué la Iglesia católica muestra ahora una ponderación casi obscena por un sacramento traducido en dólares?
La razón primera, tratándose de investigaciones norteamericanas, proviene del mismo dominio general del patrón dolar. El dólar, más que una divisa, constituye una unidad absoluta del valor: carnal o espiritual, físico o metafísico, táctil o intangible, estético o sexual. A diferencia de la estimación española del producto sexual que hace decir que ese tío o esa tía están como un pan, como un tren o como un queso, en Estados Unidos la tasación se expresa diciendo que esa mujer, por ejemplo, es tan apetitosa como un millón de dólares. El filme Proposición indecente actuaba reproduciendo realmente, literalmente, en un millón de dólares ese lenguaje de la superestimación.
Todo lo mejor es más o menos semejante a un millón de dólares porque tal bolsa encierra la sustancia de la felicidad común, la piedra filosofal transmutada en moneda. O, viceversa: la felicidad acuñada en ese billete, presidido por Dios. No resulta por tanto raro que la Iglesia católica recupere lo que de sagrado posee el dinero y prestigie desde su brillo la unión conyugal.
La palabra "moneda" proviene del templo Moneta donde se depositaban las ofrendas religiosas y por cuyo valor los sacerdotes emitían dinero.
La recompensa del más allá se compone de la benéfica mirada divina, pero para el pleno deseo de ese espacio es imprescindible su inefable riqueza. Todo lo apreciable en este mundo se revelaba fútil en relación con la munificencia del reino de Dios. ¿El matrimonio? La Iglesia católica, a través de su agencia Zenit, presenta el matrimonio monogámico como un aporte de felicidad caído del cielo.
De acuerdo con los cálculos de David Blanchflower del College de Hanover (New Hampshire), y de su colega británico, Andrew Oswald, de la Universidad de Warwick (Coventry, Inglaterra), los gobiernos contribuirían más al bienestar de sus ciudadanos si, en lugar de centrarse tanto en la producción económica se afanaran decididamente en promover matrimonios benditos. No matrimonios cualquiera sino aquéllos donde no se engaña a la pareja ni uno u otro de los cónyuges sucumbe a la tentación de divorciarse. El nuevo matrimonio católico, reciclado ahora en el interior de la contracultura del consumo, florecería como una alternativa de ahorro en dólares. Sin trabajar más, sin luchar por el ascenso, sin esforzarse por engañar o adular al jefe, un casamiento cabal reportará un suplemento de renta, libre de impuestos.
Puede que las tradicionales predicaciones sobre la virtud y sus tesoros sean ya difíciles de entender, pero ¿quién no entiende cuando la recompensa se cuenta en dinero? ¿Aggiornamiento? La generosidad de Juan XXIII representa el pasado si se compara con la inteligencia vaticanista, calvinista y economicista aggiornada arteramente al imperio de la empresa global.
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