Hijos predilectos
Cuando Emilio Lledó, uno de los hombres más sabios que conozco, ascendió al estrado para ser investido con la medalla de Hijo Predilecto de Andalucía, refirió una anécdota que difícilmente puede encontrar pago. En cierta ocasión, narraba Lledó, Don Miguel de Unamuno recibió un premio por parte de una institución encopetada y de mucha prosapia, de esas que decoran los pasillos con rancios retratos al óleo. Como es preceptivo y le sucedió al propio Lledó, Unamuno debió pronunciar un sucinto discurso para agradecer la distinción. "Muchas gracias a la academia -dijo- por este premio que tanto me merezco". Al descender de la tribuna, uno de los organizadores del evento se aproximó a Unamuno con azoramiento y le hizo notar que el tono de su discurso tal vez no había sido el más acertado. "Pero, Don Miguel -alegó el organizador-, otras personas, cuando reciben este premio, siempre dicen que no lo merecen". La respuesta de Unamuno merece una antología: "Y tienen razón".
Ardua labor de dificultad teológica es dirimir quién merece premios y quién castigos, pero yo confío en que la Junta contará con doctores que la ayudarán a elegir con más o menos aciertos qué nombre debe ser distinguido como hijo predilecto de nuestra región. En el caso de Lledó, obviamente, tocaron diana de pleno: este sevillano, que también es madrileño, tinerfeño y alemán, ha desarrollado una labor en los campos de la exégesis filológica, de la semiótica, la filosofía y la literatura que hace que nuestros coterráneos sólo puedan mirarse en él con orgullo. A mi modesto entender, esa es la cabeza que debería buscar la medalla que Chaves cuelga con un poco de dificultad en el escenario del Teatro de la Maestranza: la de un individuo que gracias a sus logros personales en un campo determinado del saber o del arte facilite que el nombre de Andalucía se asocie a la admiración del público, o el de alguien cuyo compromiso social o interés por los postergados haya hecho mejorar sensiblemente la vida de alguna capa de la población. Claro que esta clase de cisnes negros no menudea y con frecuencia haya que recurrir a candidatos de segunda división.
No dudo que los doctores de la Junta habrán contado con poderosas razones que les autorizarán a colgar el medallón en la cerviz de la duquesa de Alba, pero no deja de llamarme la atención lo extraño de la elección. Ya el caso de David Bisbal se presta a la polémica: una señora interrogada en la calle por un programa de televisión argüía que no estaba bien condecorar a un advenedizo que acaba de bajarse de la moto, y que los premios bien entendidos siempre rinden homenaje a las estelas y a la trayectoria de toda una vida. Aun en el caso de que así fuera, me pregunto qué trayectoria ha reconocido nuestro gobierno en la duquesa de Alba. Si es por el amor a Andalucía que proclama a los cuatro vientos cada vez que tiene ocasión, entonces que le den una medalla a mi padre, para quien no existe vida más allá de Despeñaperros, o a cualquier chirigota de Cádiz; si es por su continua presencia en los medios y por refregar el nombre de Andalucía por los televisores, hay candidatos también en Julián Muñoz y algún miembro de la larguísima camada de Gran Hermano; si es por su mecenazgo y por su apoyo a la cultura autóctona, que dudo, se me ocurren de golpe nombre menos vistosos pero más esforzados que no necesitan de la algarada pública para apoyar a los creadores que emergen. En suma: no sé si Cañamero y sus acólitos estarían en lo cierto al acusarla de caciquismo y de mantener a jornaleros ilegales en sus predios, pero lo cierto es que en su día más señero Andalucía ofreció una pésima imagen para España y la humanidad. Mientras la aristocracia recibía oro, incienso y mirra en el escenario de un teatro de ópera, algunos metros más allá la policía la emprendía a palos con los trabajadores del campo: una escena que recordaba las nieblas trágicas de Casas Viejas, un pasado de miseria y señoritos, fotografías que creíamos amarillas y olvidadas para siempre.
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