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Tribuna:DEBATE | ¿DEBE PENALIZARSE A QUIENES NIEGAN LOS CRÍMENES CONTRA LA HUMANIDAD?
Tribuna
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El escenario del crimen

Se sabe que los nazis pusieron tanta meticulosidad en exterminar a un pueblo, el pueblo judío, como en borrar las huellas del genocidio: invención de un lenguaje que ocultaba la realidad, destrucción de las cámaras de gas, trituración de los huesos de los difuntos, dispersión de las cenizas, modificación del paisaje... La negación del crimen era la esencia misma del proceso y, de este modo, el secreto que rodeaba a la Solución Final era una de las condiciones para su ejecución.

Los negacionistas de hoy no hacen más que prolongar este dispositivo: negar para ejecutar mejor. Han comprendido que el asesinato racial de masas arroja al nacionalsocialismo fuera de las fronteras humanas y que la inhibición de la conciencia es el camino obligado para la rehabilitación del nazismo. David Irving fue uno de los artífices encarnizados de esta empresa de falsificación: sus 30 libros sobre la II Guerra Mundial, entre ellos La guerra de Hitler (1977), le valieron el apoyo de multitud de grupos fascistas de todo el mundo. Una actividad editorial que podría quedar resumida por una de sus más estruendosas declaraciones realizada en 1991, en Canadá: "Murieron más mujeres en la parte trasera del coche de Edward Kennedy en Chappaquiddick que en una cámara de gas de Auschwitz". Es una forma de decir que nadie fue víctima de las cámaras de gas y que, por tanto, no existieron. Denunciado como negacionista en el libro Denying Holocaust (Negar el Holocausto) (1995), David Irving enarboló de inmediato la bandera de la libertad de expresión, reclamando la condena de la autora de la obra, la historiadora Deborah Lipstadt. En mala hora. Un estudio en profundidad de los escritos de Irving reveló todas sus mentiras y sus falsificaciones; el juicio se volvió contra él en abril de 2000, y al final tuvo que pagar cuatro millones de euros.

El negacionismo no es la expresión de una opinión, sino violencia contra las víctimas

En Francia, los negacionistas han privilegiado el terreno del reconocimiento universitario, infiltrándose en algunas facultades como las de Lyón, Nantes, Saint-Denis o Toulouse y gangrenando algunos laboratorios del CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas). Así, el sociólogo Serge Thion pudo utilizar durante 20 años el material puesto a su disposición por el Estado para difundir sus tesis, antes de ser cesado. Incluso varios de sus militantes lograron diplomas prestigiosos sobre la base de trabajos de inspiración nazi antes de que los jurados fuesen desautorizados. Desde 1960, las asociaciones han podido apoyarse en una ley, la ley Gayssot, que condena las afirmaciones dirigidas a negar la realidad del exterminio racial. El principio sobre el que descansa esta ley es sencillo: el negacionismo no constituye la expresión de una opinión, sino que constituye violencia, un ataque intolerable dirigido contra las víctimas, los supervivientes, contra una comunidad. Este dispositivo considera igualmente que el negacionismo es una de las formas modernas de antisemitismo y que debe ser reprimido como un abuso racista de la libertad de expresión. Desde su promulgación en 1990, esta ley ha sido combatida por la extrema derecha. El Frente Nacional vio enseguida un obstáculo para la rehabilitación del periodo de la Colaboración, para su deseo de revancha contra la Historia. El futuro le ha dado la razón: Jean-Marie Le Pen es hoy la persona condenada con más frecuencia, en virtud de la ley Gayssot, por sus múltiples atentados verbales.

Quince años más tarde, resulta como mínimo paradójico ver a historiadores de renombre presentar peticiones para abolir la ley Gayssot y las leyes de la misma naturaleza relativas al genocidio de los armenios y a la esclavitud. Hay que precisar que no lo hacen en nombre de la libertad de expresión reivindicada de forma perversa por los negadores, sino porque se niegan a que se instaure una "Historia oficial" que ponga límites a la investigación científica. Sin embargo, se puede comprobar que nunca ha habido tantas publicaciones, coloquios, películas y debates sobre esta cuestión, y que a ningún investigador se le ha puesto el más mínimo límite. Sólo los falsificadores han sido sancionados. Los historiadores cumplen su misión, que consiste en decir lo que ha ocurrido, en precisarlo incansablemente, y ello dentro de la mayor independencia. La ley tiene una naturaleza distinta: tiene en cuenta sus trabajos para establecer las fronteras de lo que es admisible en una sociedad humana y reprime los ataques contra la dignidad. Y todo ello dentro de una orientación de universalidad: el genocidio de los judíos no sólo concierne a los judíos; el genocidio de los armenios no sólo concierne a los armenios; como tampoco el crimen contra la humanidad que representa la esclavitud concierne únicamente a los negros. La ley me permite decir que nada que sea humano me es ajeno.

Hace cerca de 250 años, éste era ya un debate candente. En su Diccionario filosófico portátil, Voltaire escribía sobre los judíos: "En ellos sólo hallarán un pueblo ignorante y bárbaro que suma la avaricia más indigna a la superstición más detestable y el más horrible odio hacia todos los pueblos que los toleran y enriquecen". Y añadía: "Sin embargo, no hay que quemarlos". Fue respondido por un escrito anónimo titulado Cartas de algunos judíos portugueses, alemanes y polacos al señor Voltaire. En él se puede leer lo siguiente: "No basta con no quemar a la gente: se les quema con la pluma y este fuego es todavía más cruel porque su efecto se transmite a las generaciones futuras". En efecto, este fuego generacional ha pasado de mano en mano, hasta incendiar Auschwitz. Y si unas leyes tratan de apagarlo en Alemania, en Austria, en Bélgica y en Francia, es sencillamente porque vivimos en los escenarios del crimen.

Didier Daeninckx es novelista y guionista francés. Traducción de News Clips.

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